Un empleado de la cadena Wal Mart falleció el viernes en Nueva York, arrollado por una turba de doscientos compradores, no especialmente compulsivos, que se lo llevó por delante en el primer día de rebajas.
Los hechos tuvieron lugar a las cinco de la mañana. La horda decidió arrancar de cuajo las puertas y tras derribar a su víctima, la pisoteó distraídamente con todo tipo de calzado presumiblemente punteagudo, en su tránsito hacia hacia las perchas. Es posible que le clavaran también varias tarjetas de crédito, aunque está sin confirmar. Como se suele decir en estos casos, los servicios de asistencia no pudieron hacer nada para salvarle.
En su festivo deambulear por los pasillos, la jauría, que a esas alturas actuaba ya como un ente organizado y con vida propia, lesionó también a otras tres personas y zarandeó a una mujer embarazada que hubo de ser hospitalizada. En su descargo, la masa alegará defensa propia. Al fin y al cabo, todos ellos se interponían entre el cliente y su inalienable derecho a la compra.
Cualquier que haya cubierto campañas navideñas en puestos de cara al público sabe que la inyección de sangre que lucen padres y madres en sus ojos no es exactamente ornamental, sino que obedece a una tensión acumulada durante días y macerada en largas noches de insomnio que, llegado el caso, se resuelve por las bravas. En el que nos ocupa, ni los expeditivos porteros del Balcón de Rosales hubieran podido hacer gran cosa.
El hecho de que el linchamiento fashion haya tenido lugar en una notable tienda neoyorquina a manos -o pies- de cabezas de familia nos evitará la engorrosa colección de análisis sociológicos sobre violencia y juventud que hubiera acompañado el suceso, de haberse registrado durante la venta de entradas para el concierto de AC/DC o un partido de fútbol, pongamos por casos.