Entre el marasmo consumista navideño, dos mercancías teóricamente proscritas correrán a raudales mañana por la noche: las drogas y la pirotecnia, ambas en sus diversas modalidades.
Su omnipresencia en la última noche del año se podrá tomar como una manifestación de alegría, pero en realidad responde a su sucedáneo en versión dopante. El objetivo es alcanzar un grado de euforia que esté a la altura de las expectativas.
En lo referente a los artefactos pirotécnicos, el Ayuntamiento donostiarra y la Consejería de Interior ya han advertido a los comercios del ramo de la prohibición de vendérselos a menores. Dos errores: 1) la mayoría de los explosivos procede del País Vasco francés, en lo que ya constituye una costumbre atávica en estas tierras; y 2) El auténtico peligro son los mayores.
Y es que por más que el modelo actual de familia reduzca el número de hijos a uno, a la hora de las compras los padres interiorizan la ficción de que una gran prole infantil aguarda en casa. Esto es especialmente reseñable en materia de petardos. En todo caso, pocas actividades ilegales tan fáciles de sancionar como ésta, cuya naturaleza detonante es incompatible con la discreción.
Por lo demás, el esquema de la Nochevieja vista desde las calles no difiere excesivamente del que se aplica estos días en Gaza: primero, la paz que precede a la tormenta; luego, el lanzamiento masivo de cohetes; finalmente, la invasión terrestre.