Las últimas semanas guipuzcoanas están siendo pródigas en agresiones con arma blanca desencadenadas por los más diversos motivos y que, en última instancia, se traducirían en un absoluto desprecio, no ya por la vida del prójimo, sino sobre todo por la propia. Si absurdo es apuñalar a la pareja “porque era mía”, aún más debe serlo cumplir años de cárcel porque “la vida sin discoteca no vale la pena”.
Es el caso del agresor de los dos porteros -gremio bajo permanente sospecha- de la discoteca donostiarra que a estas horas se recuperan de sus heridas. Lo cierto es que al impedirle acceder a la disco ambos le salvaron con toda seguridad la vida porque no hace falta ser Tony Manero para saber que cimbrearse desaforadamente en la pista de baile con un cuchillo de cocina oculto en el refajo sólo puede desembocar en el autodesollamiento.
Por una cosa u otra, todos los lunes nos desayunamos en la prensa con declaraciones del tipo “lo volvería a hacer” realizada desde la cama del hospital por algunos de nuestros vecinos más corajudos, reconfortante prueba de valor que no debería hacernos olvidar que se trata de la única frase del agredido que firmaría igualmente su agresor.
La acumulación de este tipo de incidentes sirven, no sólo para reforzar aquello de que “la primavera la sangre altera”, sino también para alimentar siniestras teorías sobre cotidianas batallas de Lepanto en las calles donostiarras entre ciudadanos de bien y tropas sarracenas.
Y a partir de ahí y ya lanzados, se suceden los llamamientos a endurecer las penas, incrementar las detenciones, instalar cámaras y multiplicar los agentes, olvidando que no hay región europea con más policías por habitante. Lo cual, también es cierto, nunca garantizará del todo la erradicación de clásicos de la vida urbana como la trifulca a las puertas de una discoteca a cuenta de un exaltado sin dotes para el baile.