Ser homosexual no es un chollo. Al menos, no lo parece. Quizás sea algo mejor que ser heterosexual, pero poca cosa. Las dos opciones se antojan una reducción al vegetarianismo. Lo ideal, sin duda, sería abrazar el pansexualismo o, al menos, la bisexualidad desde la más agerrida adolescencia. Desgraciadamente, ni el uno ni la otra están al alcance de todos, sino tan sólo de un reducido grupo de elegidos. Bon appetit.
Sin embargo, y a pesar de todo, los homosexuales cuentan con una gran ventaja que cualquiera que milite en otra opción sexual sólo puede observar desde la envidia más profunda: sus enemigos exhiben el perfil chusco y explícitamente cazurro con una falta de pudor desarmante.
En general, el homófobo parte de la base de que las preferencias sexuales de cada cual son una cuestión que incumben a la comunidad, no por nada, lógicamente, sino porque la voluntad divina es así y tiene esas cosas.
Se agrupan en torno a cualquier buena doctrina religiosa, pero algo les reconcome porque insisten en sus intentos de adecentar sus posturas mediante ingeniosas teorías científicas. El clímax de tal contradicción lo alcanzó el tal Aquilino Polaino, arrastrado hasta el Congreso por el PP para que allí se pusiera públicamente en evidencia explicando que la homosexualidad es un vicio que, como el tabaquismo, se cura mediante una sencilla terapia. Eso sí, la voluntad de sanar del enfermo es fundamental en estos casos.
En el furgón de cola de esta vanguardia viaja también la homofobia que no osa decir su nombre. Se sospecha que su mantra -“no tengo nada contra los homosexuales, pero no soporto a las mariconas”-, sirve para que un nutrido ejército de de homosexuales latentes se oculte a sí mismo y a los demás su condición.
Asímismo, nuestro hombre maneja con soltura todos los registros y tópicos, pero a la mínima insinuación se revuelve: “¿Homófobo, yo? Por favor, pero si tengo muchísimos amigos pederastas. Que cada cual haga lo que quiera en su casa, pero eso de besarse en público, disfrazados y bailando en las carrozas… Por favor, hombre, por favor”.
Y en efecto: para una de las pocas cosas que aún sirve el Día del Orgullo Gay es precisamente para reivindicar el derecho inalienable de los homosexuales a abrazar también el comportamiento choni, la adicción a la fruslería y la contagiosa sobreactuación, valores -es un decir- que en absoluto deberían ser materia exclusiva de ese mundo hetero que tanto los disfruta cotidianamente.