“El hecho de que un frente de lluvias barriera San Sebastián durante el
inicio de aquella Semana Grande de 2009 no anunciaba nada bueno, pero
nadie imaginó que una serie de incidentes convertiría esa contingencia
en una mera anécdota sin importancia. Aún hoy, quienes vivieron
aquellos días se preguntan qué pasó realmente, aunque las autoridades
prefirieron correr un tupido velo y los medios de comunicación rara vez
hacen referencia a aquellos extraños acontecimientos.
Primero fue la invasión playera de medusas. Sí, sin duda, era un
engorro, pero su repercusión quedó paliada, en parte porque ya se había
producido antes, en parte por el mal tiempo. Un detalle, sin embargo,
apuntaba a que estábamos en puertas de acontecimientos insólitos: cada
una de las medusas llevaba incorporada propaganda de una entidad
bancaria. Algunas voces aisladas apuntaron a una de las ciudadades
rivales en la candidatura a la Capitalidad Cultural 2016 como
responsable de la invasión. Con todo, la cosa no pasó a mayores.
Lo que instaló entre los donostiarras la sospecha de que nos
encontrábamos ante un boicot perfectamente planeado fue el sabotaje
que, mediante extintores, sufrieron las lanzaderas de fuegos
artificiales y que dio al traste con el primer espectáculo pirotécnico.
Y la sospecha se convirtió en certeza cuando el fenómeno se repitió al
día siguiente, esta vez, en combinación con un ataque informático al
sistemático frigorífico de las principales heladerías donostiarras.
Privada de tan exquisito placer, la mayor parte de la gente optó por
quedarse en casa, aunque rumores que nunca se pudieron confirmar
hablaban de la existencia de un mercado negro en el que el cucurucho de
sabor a ‘Pitufo’ que los más pertinaces pagaban a precio de ‘farlopa’.
La concatenación de todos estos hechos hizo saltar todas las alarmas,
pero ni siquiera los más pesimistas fueron capaces de anticipar lo que
sucedería a continuación. Fue durante el concurso de tortilla de
patatas. El ambiente era ideal: héroes de las mejores sociedades
gastronómicas, amas de casa del San Sebastián de toda la vida, jóvenes
casaderas de la alta sociedad y auténticos jatorras con ansias de
notoriedad, todos dispuestos a complacer a un jurado compuesto por
nuestros cocineros tres estrellas Michelin, todos ellos dotados de su
correspondiente Tambor de Oro por su incansable labor en pro de la
ciudad.
En la mediateca de Tabakalera podrán ustedes visionar las grabaciones
televisivas de aquella mañana, la primera soleada que pudimos disfrutar
en aquella Aste Nagusia. “Yo le pongo mucho cariño”, verán ustedes que
declara una señora ante las cámaras. “Lo principal es que esté poco
cuajada”, comenta un concursante. “Lo más importante es la materia
prima”, proclamaba el presidente del jurado. En términos mediáticos,
fueron sus últimas palabras, al menos, aquel año.
Tanto él como sus compañeros cocineros fueron víctimas de una fuerte y
copiosa gastroenteritis, apenas habían concluido la cata de las
dieciséis tortillas -tres de ellas deconstruidas- presentadas a
concurso. La selectiva intoxicación, no hace falta decirlo, dio con los
artistas de los fogones en las mejores camas del Hospital, en donde a
lo largo de los siguientes meses se les sometería a incontables lavados
de estómago. Nunca se localizó la tortilla venenosa ni, por supuesto,
se identificó a su creador.
Con todo, lo peor fue la decisión unánime por parte de llos pacientes
de de mantener abiertos al público durante todo el verano sus
respectivos establecimientos. La constatación de que los restaurantes
seguían funcionando perfectamente, algunos incluso por encima de su
nivel habitual, a pesar de la ausencia de sus propietarios redundó en
contra de su hasta entonces indiscutible y merecido prestigio.
Después de aquello, los ataques cesaron igual que comenzaron: sin
previo aviso. la Semana Grande finalizó y los ciudadanos recuperamos la
normalidad a base de aferrarnos a nuestras rutinas. Aquellos hechos
nunca llegaron a aclararse. Quizás fuese así mejor. La Policía habló de
un grupo de juegos de rol, pero lo cierto es que había pruebas o
indicios que respaldaran esta afirmación, jamás se hicieron públicas.
Fue un duro golpe para la autoestima de la ciudad, pero con el paso del
tiempo, el tema fue difuminándose en nuestras memorias hasta
desaparecer por completo y -como procede en estos casos- sin dejar
rastro. Sobre todo, una vez que Donostia obtuvo la Capitalidad Cultural
2016. Cuál fue el resultado de tamaño éxito ya es otra historia”.