Dentro de su magna serie de entrevistas a grandes historiadores de la II Guerra Mundial con motivo del 70 aniversario del conflicto bélico, el diario ‘El Mundo’ colaba de rondón ayer sábado -o sea, en ‘prime time’-, la charla con el fabulador negacionista David Irving. Pero, como no podía ser menos, el resultado era más un retrato fiel del periódico de Pedro J. que del aturullado, renqueante y confuso filonazi.

El diario se ponía la venda antes de la herida en un editorial lastimoso en el que apelaba a la libertad de expresión, cuando todo el mundo sabe que ésta es sólo una opción libre, mientras que lo de ‘El Mundo’ es más bien una irrefrenable tendencia a cobijar todo tipo de teorías, a condición de que sean tan fantásticas como venenosas. Algo parecido al determinismo.

Como quiera que, por las razones que sean, Irving ya no parece estar para muchos trotes -si es que alguna vez lo estuvo- y su discurso amenaza derrumbe por insostenible, sus palabras resultan inocuas. Puede que convenza a alguien, pero sólo a condición de que ya lo esté de antemano.

Si creer en lo que no se ve es fe, no creer en lo que se ve debe ser estupidez o algo así. El Holocausto se demuestra por los testimonios de las víctimas, de los testigos y de los verdugos, y sobre todo, por la ausencia de las comunidades judías que durante siglos vivieron en Europa, igual que al manco le define la falta de uno de sus brazos.

Primero fue ignorado, luego negado, posteriormente se culpó a las propias víctimas y finalmente se les ha acusado de beneficiarse de aquella atrocidad. No hay mucho que esperar de la ultraderecha, pero antes de que los sectores más cazurros de la izquierda digan que así es, conviene recordar que a idéntico proceso se sometió el bombardeo de Gernika. Y en ambos casos no ha faltado de remate la teoría que todo lo explica sobre la base de acontecimientos posteriores. “En vista de lo que han hecho luego, se lo tenían merecido”.