En un rapto de sinceridad sin precedentes, el primer ministro italiano, Silvio Berlusconi, ha revelado el secreto de su éxito: “La mayoría de los italianos quiere ser como yo”, ha dicho, tan convencido de ello como de que “la mayoría de las italianas quiere acostarse conmigo”, aunque esto último se lo haya guardado para sí. Al fin y al cabo, estamos ante un seductor y éstos jamás desvelan sus armas.

Se ha dicho sobre el recientemente fallecido Edward Kennedy que su vida fue envidiable, por lo tanto, no pudo ser ejemplar. Berlusconi también está convencido de tal incompatibilidad. Sólo cabe recordar que el deseo de ser Il Cavaliere no sólo implica lujos, privilegios y desenfreno, sino barriles de tinte para el pelo, paredes de reconstituyentes sexuales, cantidades ingentes de bótox y estiramientos de piel suficientes como para cubrir el coliseo romano con el superávit de epidermis. Por no hablar del saturado olor a chicle de fresa que seguramente acompaña a toda velina que se precie.

Ni que decir tiene que, en nuestra infinita modestia, los vascos nunca nos conformaríamos con tan poco. De hecho, aspiramos a ser Patxi López. El Patxi López de ‘Vanity Fair’, se entiende, obligado introducir el matiz por si se diera el caso de que hubiera otro que hasta el momento no hemos sabido intuir, ni podido vislumbrar.

La luz tenue, el cuerpo recostado, la mirada ensoñadora, la agradable sensación de ‘spleen’ en Palacio, la música del iPod… En resumen, la antítesis de la ramplona chabacanería que reina en Villa Certosa. Sí, desde luego: todos queremos ser López, con la posible excepción de Rodolfo Ares, que prefiere ser él mismo, y claro está, del propio Patxi.