Minutos antes de la siete de la tarde, saltaba de sus asientos la delegación brasileña en Copenhague, capitaneada por Lula y con un Pelé que parecía haber superado sus problemas de erección, animado quizás por la proximidad del gran Coelho (en castellano, conejo).
Fue la señal convenida para que España -una vez más, autoridades y ciudadanía convertidas en un sólo hombre-, se despojara del encorsetado espíritu olímpico, que tantas apreturas había provocado a lo largo de toda la jornada, y recuperara su verdadera esencia: el cainismo.
Así, mientras en la Plaza de Oriente un puñado de aparentes militantes presentes y futuros de Nuevas Generaciones profería gritos de “¡tongo! ¡tongo!”, en la capital danesa se daba por cerrado el capítulo de felicitaciones al rival vencedor y se abría el de los reproches.
Así, un miembro de la delegación española protestaba: “Nadie los ha elegido (a los miembros del COI) y es injusto que decidan una cosa como ésta”, mientras otros lamentaban que hubiera sido “una votación completamente dirigida”, sin que nadie acertara a explicar en qué consiste esto. Hablando de no electos, el discurso de Samaranch pidiendo el voto para Madrid a modo de última voluntad y testamento resultó extremadamente patético.
Ésta es la historia de cómo lo que parecía una corazonada resultó ser finalmente un presagio. Hasta alguien tan intuitivo como el Rey falló en sus previsiones, lo que hay que ver. Y, sin embargo, pese a las quejas y a que, como dijo el ex atleta Fermín Cacho, el proceso “es un cachondeo”, ya asoma bajo la puerta la patita de la reincidencia: de hecho, es más que probable que algunos ya estén haciendo sumas y restas de cara a una eventual presentación de la candidatura madrileña para los Juegos de 2020 y quién sabe si 2024.