El fallecimiento esta noche de Sabino Fernández Campo obliga una vez más a retocar el relato que sobre la transición y el 23-F nos hemos venido contando, en tiempo real primero y como materia de historiadores después.
La posteridad es un sitio muy confortable una vez que se está dentro, pero los accesos suelen estar abarrotados, así que lo normal es abrirse paso a codazos, propinados no necesariamente por el interesado, sino incluso por su guardia pretoriana.
A estas horas de la mañana, Fernández Campo es en todas las tertulias el hombre que frenó la intentona golpista de aquel día de febrero. El relato admite algunas variantes. De realidad, puede que el Rey salvara la democracia -habrá que darlo por bueno, porque alguien tuvo que hacerlo y nosotos no fuimos-, pero lo que es seguro es que su asistente salvó la Monarquía.
El acento en Sabino Fernández Campo es tan sólo para un rato. De hecho, previamente ha pasado por el conde de Barcelona, el general Gutiérrez Mellado, Adolfo Suárez y, por supuesto, el propio monarca. En el futuro, hará escala en Santiago Carrillo y Manuel Fraga.
Para los historiadores más imaginativos del futuro queda la compleja tarea de determinar cuál fue exactamente el papel de la sociedad civil -antes, pueblo- en todo aquello para así encontrarle un lugar bajo el sol. Y vaya por delante que no parece sencillo.
“Ni está, ni se le espera”, respondió el fallecido cuando le
preguntaron en la noche del golpe por la posible presencia de Alfonso
Armada en Palacio. Lo mismo hubiera podido contestar en referencia a la
ciudadanía.
Quizás haya que resignarse a explicar que la parálisis general bajo el transistor fue una actitud decisiva en la consolidación del proceso democrático. Se trataría de la inhibición como forma de arte marcial. A Rajoy le sigue funcionando.