La portada del DV de hoy informa de que “fumar quedará prohibido el próximo año en todos los locales públicos de Euskadi”. La foto de un difuso puente del Kursaal que figura debajo del titular parece apuntar, en una primera lectura, a que, en efecto, el humo del tabaco ha llegado demasiado lejos.
El proyecto de ley llegará al Parlamento Vasco en julio. Ya era hora, hay que admitir. La batalla estaba perdida -o ganada, según se vea- hace tiempo, pero al igual que sucede en otros asuntos -pongamos la publicidad de contactos en prensa-, el Ejecutivo pretendía que le hicieran su trabajo otros, en este caso, los bareros. Ahora, profundamente decepcionado por la actitud de éstos, ha decidido, por fin, coger el toro por los cuernos.
Como bien exlicaba este pasado domingo en EPS el escritor Javier Marías, el Gobierno había dado libertad a los bares menores de cien metros para que decidieran si admitían que se fumara o no en su interior, pero la mayoría de éstos eligieron la opción errónea. Ante la obcecada negativa de los bareros a comprender que lo de la libertad de elección era en este caso una cuestión puramente retórica, la autoridad competente se ve obligada a ejercer como tal.
Lo dicho: ya era hora. La medida corre además a favor del signo de los tiempos. De hecho, el número de bares -involuntarias franquicias unos de otros- en los que encender un cigarrillo comenzaba a dar grima se ha disparado.
Al peligro de que la chispa del mechero provoque una explosión en el local, dado el creciente uso del helio y sabe dios que otros gases para la elaboración de los pinchos, se suma el destemple anímico que infunde contemplar cómo, antes de tomarse el vino, la clientela más selecta se entrega al ritual del catador, so pena de no hacerlo y parecer un alcohólico.
Como toda prohibición, ésta abrirá también las puertas a nuevas experiencias ligadas a eso que llamamos transgresión. Habrá quién se quite años de encima recuperando costumbres adolescentes, como la de encerrarse a fumar en el WC.