Cansado ya de una década de estéril debate identitario, el Parlamento Vasco tomó ayer de una vez por todas el toro (de Osborne) por los cuernos y cursó invitación a la selección española de fútbol y a la Vuelta Ciclista a España para que vuelvan a tierras vascas.
La primera no lo hace desde 1967, lo que certifica hasta qué punto ya el franquismo tromboflebítico consideraba a las vascas provincias enemigas. La segunda, desde 1978, circunstancia que nos ha condenado durante años a asistir desde el sofá a interminables y ventosas etapas llanas que, por alguna extraña razón, siempre parecían concluir en Bodegas DYC.
Como no podia ser menos, la iniciativa ha sido enmarcada en esa entelequia que llamamos “normalidad democrática”, aunque nadie explicó cómo es posible entonces que haya tenido que ser entonces un parlamento el que haya tenido que correr a cargo de la invitación, circunstancia inédita y excepcional en la historia constitucional. Pero, en efecto, es tal la normalidad que la invitación no la tramitará la Consejería de Interior, sino la de Cultura, en excelentes relaciones, como es lógico, con ‘Manolo el del Bombo’.
En cualquier caso, es hora de recibir a la Selección como se merece, tras sus últimos triunfos contra las pérfidas potencias extranjeras. Sólo cabe añadir un punto: si la Roja juega a San Mamés, que no nos humille con un partido amistoso e irrelevante, de cara a la galería, sino que lo haga a pecho abierto, en eso que se llama alta competición, con uno de esos duelos en la cumbre en la que se juega el todo o la nada, el ser o no ser, y en las que el concurso del ‘jugador número doce’ resulta siempre decisivo.
En cuanto a la Vuelta Ciclista, tres cuartos de lo mismo. Cualquier aficionado sabe que la normalidad no se reduce a incluir territorio vasco en alguna etapas suelta, sino que pasa ineludiblemente por conseguir que todas ellas transcurran exclusivamente aquí, incluyendo si hiciera falta por motivos logísticos Navarra y las tres provincias vasco-francesas, ojo, esto último desde la serenidad y a la manera torera en la que el Tour de Francia salió de San Sebastián allá por 1992. Sin complejos.