La flecha ha encontrado por fin la diana. Ya le ha costado. No es que La Oreja de Van Gogh se mereciera el Tambor de Oro donostiarra, es que el galardón parecía creado ex profeso para el grupo hasta el punto de que uno podía llegar a preguntarse si todos las anteriores distinciones no fueron una mera maniobra de distracción.
Vayan por delante tres tópicos y quédese cada cual el que más le guste: a) distinguiendo a La Oreja, el Tambor se premia a sí mismo; b) distinguiendo a La Oreja, el Tambor alcanza su cénit; y c) distinguiendo a La Oreja, el Tambor nos premia, de alguna forma, a todos los donostiarras, dichosos de serlo.
Pocos procesos de identificación tan extremos como el que vincula al grupo con la ciudad a la que cantan. Un repertorio plagado de autoreferencias y una actitud de permanente candidez en bicicleta completan el círculo. En correspondencia, entrar en cualquier hipermercado o gran superficie guipuzcoana supone inevitablemente verse sometido a los rigores de su discografía.
¿Qué más había que hacer para ser acreedor al Tambor? La Oreja ha dado a conocer el nombre de San Sebastián por los mejores parvularios del mundo, asentándose con fuerza en el mercado infantil, un sector nada desdeñable, dado el poder adquisitivo que exhibe gracias a los procesos de extorsión que padecen los padres.
A cambio de todo esto, los donostiarras hemos intentado estar siempre a la altura del repertorio, incluso sobrectuando cuando ha hecho falta en nuestro añoñamiento, a estas alturas, casi el signo más distintivo de nuestro carácter.
El 20 de enero, brindaremos con batido de fresa a la salud de los premiados, a la vez que elevamos nuestras plegarias al cielo, en la certeza de que serán inútiles: todo esto acabará convirtiéndose en una canción del próximo disco.