Dios es amor, pero eso no quita para que sus obispos puedan ser látigos de siete colas. Recibamos con un fuerte aplauso a José Ignacio Munilla al frente de la Diócesis de Donostia.
Los partidos políticos y la Iglesia Católica acogen en su seno representantes de las diversas corrientes ideológicas y los van poniendo alternativamente en juego, siempre en función de las coyunturas. La diferencia entre los unos y la otra es que sólo los primeros promocinan a los más ineptos, circunstancia que explica, no ya la longevidad de la segunda, sino incluso su vigor social, pese a los achaques propios de sus dos mil años del edad.
Dice Munilla que quiere ser “el pastor de todos” y seguro que es así, pero entenderá que haya quien decline amablemente tan tentadora invitación. Limítese mejor a lo que es el rebaño del señor, que ya es bastante. Es más: si ya ha comenzado el reparto de papeles, habrá que preguntar por la disponibilidad de los de Caperucita, lobo o incluso hombre-lobo.
Entiéndase, por otra parte, al nuevo obispo: por inteligencia, carácter y formación, le resultaría tremendamente fácil ser el típico cura del pueblo -qué horror-, siempre presto a pronunciar las palabras que el rebaño desea exactamente escuchar.
Lo que pasa es que la Iglesia es una madre severa y éste, un mundo de mierda plagado de rojos, separatistas y homosexuales, a veces, encarnados en una sola persona. Ha dicho Joseba Egibar que, a la derecha de Munilla, sólo queda la pared. Gracias a dios que no dijo el paredón.