A su manera, Somalia es un estado fallido. A la suya, España también, Fago, un municipio fallido y probablemente, el Constitucional determine en breve que Cataluña es un estatut abortado. Ha resultado conmovedor contemplar cómo los miembros del TC debatían durante tres años en torno a si los catalanes constituyen o no una nación.
Si el sujeto sometido a debate hubiera sido España, la deliberaciones no hubieran pasado del cuarto de hora. España -Spain en Eurovisión- es una ficción dudosa. Funciona como estado de forma razonable, pero sólo en apariencia. Su gran cuenta pendiente es el sentimiento de pertenencia, en permanente solfa.
Organizada territorialmente como una administración de odios mutuos, España sólo sintoniza consigo mismo cuando hay enemigo común a la vista. A falta de una potencia extranjera que desempeñe este papel, las autonomías del artículo 141, definidas en el texto constitucional como nacionalidades, son un recurso socorrido.
Por supuesto, tres cuartos de lo mismo sucede con eso llamado Euskadi. A día de hoy, su unidad territorial es ya una ensoñación que tan sólo encuentra sustento legal en los autos de la Audiencia Nacional, exasperante organismo empeñado en sincronizar las operaciones policiales en la Comunidad Vasca y Navarra, a la espera de que las tres provincias vasco-francesas caigan bajo su jurisdicción.