La cultura viene a ser lo contrario de la inteligencia. La primera plantea preguntas sin respuesta que nadie ha pedido, mientras que la segunda ofrece soluciones a problemas que nadie ha planteado.

En el terreno de las cosas prácticas, cualquier inteligencia es capaz de combatir la recesión económica y el descenso de la recaudación mediante la apliación de una reducción del 15% a todas las actividades culturales. Es ahí donde entra en juego la inteligencia emocional, la fuente que riega algunas de nuestras instituciones más floridas.

El resultado, por ejemplo, puede ser un recorte presupuestario en el Festival de Cine que, mediante la aplicación de los paradigmas del Coleman de turno, se convierte en un deseo expreso de reforzarlo. Y al contrario, por supuesto, se castiga el deporte mediante un incremento de la partida presupuestaria.

Entiéndase bien la operación: masajear con lujuria la deuda de la Real y mermar los gastos culturales no es un agravio comparativo, sino un ejercicio de coherencia ideológica. Al fin y al cabo, el centenario club blanquiazul tiene una bandera en la que envolverse y, tal y como nos recuerdan sus directivos, sin ayudas económicas públicas hace tiempo que se hubiera quedado en mera mortaja.

Como es lógico, esta línea de pensamiento basada en estimular la cultura mediante el estrangulamiento – inspirada en las enseñanzas que David Carradine sembró en los armarios de medio mundo- se dejará algunos pelillos en la gatera.

Así, parece probable que desaparezca después de quince años el programa musical Gaztemaniak. Otra vez la inteligencia emocional porque ¿para qué invertir en unos conciertos a los que sólo acude un compacto aunque poco nutrido grupo de incondicionales, críticos con todo y siempre desafectos? ¿Acaso la educación en valores no consiste también en enseñar que el mercado manda?