¿Es verosímil que un terrorista de Al Qaeda sea denunciado a las agencias de seguridad estadounidenses por su propio padre al observar éste que “se está radicalizando”? ¿Y que el padre sea un banquero? ¿Y que el sospechoso logre hacerse con un billete a EE UU y su correspondiente visado, pese a figurar en las listas del FBI de sospechosos de terrorismo? ¿Y que el tal Umar Farouk Abdul Mutallab logre plantarse en un aeropuerto y subir a un avión con tal destino, llevando unos pantalones tipo Tony Manero que le permitieran ocultar su pequeño laboratorio? ¿Es creíble que semejante sujeto comenzara a montar en su asiento el ingenio mecánico que portaba, en lugar de hacerlo tranquilamente en el WC, con el consiguiente riesgo de ser reducido a patadas por el pasaje al confundirle éste con un fumador en el intento de encender un cigarrillo,  tal y como finalmente, sin duda, debió suceder?

El frustrado atentado en un avión que se disponía a aterrizar en Detroit viene a ser el enésimo triunfo de lo inverosímil sobre lo improbable. Si el mundo fuera un lugar serio, los terroristas de Al Qaeda tendrían el decoro de viajar con pasaportes falsos, conocerían el significado de la palabra disimulo y no serían hijos de banquero.

Por lo demás, la historia aún admitiría una improbable vuelta de tuerca hasta rozar el cuento de navidad: ¿Arruinó la quiebra de la compañía de Díaz Ferrán algún plan terrorista? ¿Habrá entre el pasaje abandonado en Barajas algún yihadista frustrado y estupefacto tras comprobar que su billete al paraíso se lo vendió Air Comet? ¿Soportará sin suicidarse una larga estancia en la terminal, entre los gritos de “¡queremos volar!” que arrecian cada vez que conectan con el lugar los servicios informativos?