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Alberto Moyano

El jukebox

Pogo navideño

La Navidad es el arte de la simulación. Por eso resulta tan fatigosa. Se atribuye el malestar físico y el alma macilenta a los excesos en la mesa, pero se trata de un error de diagnóstico.

Fingir tristeza no exige un esfuerzo especial, pero simular la alegría es agotador. Sobre todo, si el ejercicio ha de realizarse ante testigos que, bajo los rigores de la felicidad, observan atentamente la aparición de cualquier indicio que delate el auténtico estado anímico. A modo de paralelismo, se podría discutir si es más difícil resistir el apetito sin comer o atiborrarse sin ápice de hambre.

La batalla se lleva a cabo sobre ese territorio inhóspito que, en su más amplia acepción, llamamos familia. Una tupida red de chantajes emocionales sustituye al consejo de guerra. A partir de ahí. el argumento navideño básico gira en torno a una idea sencilla: ‘todo va bien y eso me produce alegría’. El reto consiste en sobreponerse en público y durante varias horas seguidas al hecho de que una cosa, la otra o las dos son falsas.

El mecanismo de adhesión a la Navidad es por omisión y no admite disidencias. No hace falta ser un entusiasta; basta un manso sometimiento. Por el contrario, cualquier negativa se considera un gesto de hostilidad porque en esta religión, a diferencia de lo que sucede con la católica, están permitidos los no creyentes, pero severamente perseguidos los no practicantes. De ahí que la segunda frase más repetida estos días sea ‘feliz Navidad’, muy por debajo de ‘qué ganas tengo de que pasen estas fechas’.

La Navidad es el arte de la simulación. Por eso, los niños reinan. Puestos en el trance de elegir qué prefieren que se haga realidad -los Magos o sus regalos-, ninguno de ellos vacilaría un segundo.


diciembre 2009
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