Ya lo dijo en Copenhague el Gran Jefe Zapatero: «La tierra pertenece al viento». Que Manitú le conserve la vista. Lo que pasa es que están las brisas, los vientos y luego ese airecillo que ayer nos azotaba, dicho sea desde un San Sebastián que, en una semana de nevadas, incendios, vendavales y diluvios, hubiera podido acaparar en régimen de monopolio cualquier entrega de ‘España Directo’, entre receta y receta.
La prensa de hoy ilustra cómo, en un día en el que sólo apetecía quedarse en la cama, hasta algunos árboles adoptaron la postura favorita de Rajoy: tumbado. Y los habitualmente plácidos paseos donostiarras se convirtieron en una clase magistral sobre las diferentes formas de transformar un paraguas en una escultura de Giacometti.
Y para que no se diga que no tenemos sentido del humor, sirva como ejemplo de lo contrario la multitud de peatones que persistía en cobijarse debajo de lo que ya no era más que un amasijo de varillas y tela impermeable, a esas alturas del temporal, tan útil contra la lluvia como un mondadientes. O incluso esas intrépidas motos, que salían de los semáforos disparadas como espermatozoides.
En efecto, la tierra es del viento y todo eso. Y con ella, los peatones que pateamos su superficie. Cualquiera que paseara ayer por La Zurriola o cruzara el puente del Kursaal lo puede atestiguar.