Se reclaman penas de cárcel más duras para los delincuentes, pero nadie quiere que le construyan una prisión cerca de casa; se pide cobertura telefónica universal, pero se rechazan las antenas en el edificio propio; se genera cada vez más basura, pero se prefiere que el vertedero se deslocalice a otra provincia y la incineración, a otra autonomía; y se exigen veinticuatro horas de calefacción y suministro eléctrico para cada vez más aparatos hogareños, pero las centrales nucleares y los residuos que generan deben situarse fuera de nuestra vista.
Todas estas posturas, cuajadas de sensatez y ampliamente compartidas por la población, se alcanzan, al menos en este país, sin que medie debate alguno. Es más cómodo pero a cambio presenta una pega y es que cualquier problema aparece envuelto en una nebulosa susceptible de acoger al mismo nivel los datos que las leyendas.
A consecuencia de esto, las instituciones tienden a lavarse las manos hasta el límite de lo posible y optan por sacar a subasta pública los emplazamientos de las instalaciones molestas, estimulando así una especie de Diógenes colectivo y bajo subvención. Se trata de una nueva versión de la división social del trabajo en el que los más desfavorecidos- en este caso, las localidades menos desarrolladas- vuelven a desempeñar el papel de quien vende lo único que tiene, en este caso, terrenos y mansedumbre social.
En el caso del silo nuclear que ahora mismo se disputan Yebra, Ascó y un par de municipios segovianos, estaría bien aclarar cuáles son los riesgos reales y cuáles los inventados, por qué si las instalaciones son seguras se fijan en emplazamientos poco poblados y van acompañadas de descomunales compensaciones económicas, si realmente es cierto que dentro de 250.000 años, cuando la humanidad -o en lo que ésta desemboque- haya vuelto al trueque, la radiobasura seguirá plenamente activa bajo tierra, y en definitiva, qué significa todo esto.