La dominación empieza por el lenguaje. Ya lo decía Humpty Dumpty en ‘A través del espejo’: «Cuando yo uso una palabra quiere decir lo que yo quiero que diga ni más ni menos». Y tras la réplica de Alicia –«La cuestión es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes»–, zanjaba el debate: «La cuestión es saber quién es el que manda…, eso es todo».
Existe una variante tosca de todo esto a disposición de los menos ingeniosos, consistente en inventar una nueva palabra para, a continuación, atribuirle el significado deseado. Su utilidad es la misma que la del eufemismo: nombrar lo doloroso, sin espantar a la víctima y, dentro de lo posible, a los testigos. En último término, equivale a subir el volumen de la música para que no se escuchen los disparos.
El presidente de Adegi apelaba ayer a la «flexiseguridad» laboral, siendo «flexi» el sustantivo y «seguridad» un sufijo meramente ornamental. El vocablo engloba una idea que el dirigente empresarial resumió en una frase: «Modelos de contratación que incluyan movilidad funcional, geográfica y de horarios; prestaciones de desempleo elevadas y políticas activas de empleo que garanticen la formación para una rápida reincorporación al mercado laboral». En efecto, son la libre disposición y la precariedad de toda la vida, llevadas a su extremo, que vuelven sin haberse ido.
La batalla está perdida en el momento en el que adoptas tal lenguaje, que nunca viene sólo, sino en formato manada, en este caso concreto, acompañado de otros como «optimización de recursos», «cambio de modelo», «gestión de recursos» –llegado el caso, incluso «humanos»–, «fin de ciclo productivo» o «nuevo paradigma».
Tampoco hay mayor secreto: en un país en el que existen treinta y tantas modalidades de contratación, “flexiseguridad” es la fórmula que nos faltaba para entrar de nuevo en fase de crecimiento, si no del empleo, al menos sí de beneficios, curiosamente, único término de esta ecuación que consigue conservar su denominación de siempre.