En pleno debate sobre las pensiones, Jaime de Marichalar se ve obligado a alargar su vida laboral, retomándola tras haberse jubilado hace doce años.
Habrá quien considere una frivolidad abordar la expulsión de este hombre extramuros de Palacio. No lo es. Contemplar cómo un miembro de la Familia Real es desalojado de casa, desprovisto de sus prebendas, eliminado de las fotos y reducido a su mínima expresión en las biografías oficiales es lo más parecido al advenimiento de la República que contemplará esta generación.
Por decirlo de otra forma: la Familia Real ha hecho con Marichalar lo que las elecciones de 1931 con Alfonso XIII. Cambien el exilio en Roma de éste por los aún esporádicos viajes a París de aquél. El resto es la mutación mediática de alguien al que se intentó hacer pasar por la elegancia personificada -pese a evidencias como la del patinete- y que ahora muta en vivo y en directo de tener muy buen gusto a ser un despilfarrador. Entiéndase todo esto como el ERE que la monarquía se aplica a sí misma.
Dirán que Marichalar nunca terminó de integrarse. A las encendidas sospechas que despertó su disponibilidad a la hora contraer matrimonio con la infanta vino a sumarse un hecho incontestable: sus nulas posibilidades de integrarse en una familia que ha hecho de la campechanía su principal rasgo distintivo.
Hasta el museo de cera evacúa esa réplica de Maricharlar, con la que -si le sirve de consuelo- mantiene un parecido menos que remoto. Lo más doloroso es que ni siquiera se han molestado en ofrecerlas, al modo en el que los países del Este regalaban hace veinte años sus estatuas de Lenin. De hecho, la figura de Don Jaime está pidiendo a gritos que alguien le dé eterno descanso, por fin, en su hábitat natural, esto es, cualquier escaparate de la calle Serrano.