La artista francesa Sophie Calle, que ha expuesto sus obras en centros tan prestigiosos como el Pompidou de París, el Martin Gropius Bau de Berlín y el pabellón galo en la Bienal de Venecia, acaba de asegurar que ha conseguido aumentar el tamaño de sus pechos gracias a su “fuerza de voluntad”.
He aquí una muestra arte, probablemente efímero, sí, aunque también lo suficientemente tangible como para hacer que salte la banca en las subastas de Sotheby’s. Todo esto en tiempos de vídeo-instalaciones y en vísperas de que se abran las puertas de Arco, esa feria de arte en la que todos los años la señora de la limpieza se lleva por delante alguna pieza contemporánea al confundirla con basura, una performance ya arqueológica por repetida.
Dicen que Arco tiene que ver con la cultura lo que ‘Operación Triunfo’ con la música. Es indiscutible que ambos comparten el mismo público objetivo, pero así como ‘O.T.’ ya sólo promociona miembros del jurado y pincha en la venta de discos de sus insufribles galas, el auténtico valor de la feria de Ifema radica en sí misma, a la vez, ‘happening’, bodegón y naturaleza muerta.
Esta edición se anuncia como la del canto del cisne. Un mercado famélico, un modelo periclitado y un sistema de selección en permanente solfa amenazan la continuidad de la feria, al menos, tal y como se ha conocido hasta ahora. Sirva como ejemplo el hecho de que el comité asesor incluye entre sus miembros a una galería que también sirve comidas vegetarianas.
La única esperanza de los galeristas a la hora de amortizar el precio de sus stands se cifra en endosar alguna de sus obras a las instituciones. Lo más gracioso de todo es que éstas ya han avisado de su falta de liquidez y que la única en disposición de comprar algo es ese museo madrileño que lleva el nombre de Sofía de Grecia, el país más arruinado de la UE, que ya es decir.