La mitad de los posts de este blog se habrán fraguado en el bus, pero la otra mitad proceden de la friega de platos, una actividad la mar de inspiradora. Parece ser que Stig Larsson no fregó uno en su vida, según afirma uno de sus mejores amigos y primeros biógrafos. Por eso, si ‘el hombre que no amaba las tareas domésticas’ atesora algún mérito literario, este dato no hace sino aumentarlo.
Un fenómeno propio de la era de la información es la demolición coincienzuda de la vida privada cualquier artista y, no digamos, escritor. La tarea se la reparten entre familiares y ‘mejores amigos’, una categoría extraña. Si corre a cargo de los primeros, suele realizarse en vida de la víctima; si la realizan los segundos, suelen esperar a que el interfecto se muera.
Este tipo de biografía ha alumbrado productos extraordinarios, como aquella de Shakespeare que concluía con la revelación de que no era el autor de ninguna de las obras que se le atribuyen, sino éstas las había escrito otro actor, en todo idéntico al anterior, salvo en que no se llamaba William ni se apellidaba Shakespeare.
Así, sabemos que Marx tenía criada, que Faulkner era racista, que Salinger se bebía su orina, que el citado Larsson era también racista, amén de no saber escribir, y que Ryszard Kapuscinski trabajó para los servicios secretos polacos y de las cuatro veces en las que, según dijo, estuvo a punto de ser fusilado, una es falsa.
Y hay que creérselo todo porque las fuentes suelen ser personas verdaderamente cercanas al protagonista, que añaden un par de líneas de elogios a cada garrotazo que propinan. E invariablemente rematan con un “a él le gustaría que se supiera la verdad”.