“En esta ocasión, no quería fallos. Escogí aquel supermercado por la variedad de sus productos, su amplio surtido en birras, sus incomparables ofertas, su envidiable emplazamiento y, sobre todo, la nitidez de sus imágenes de vídeo-vigilancia. En color y alta definición.
Aunque con seguridad fue un gesto innecesario, antes de entrar me ajusté la careta de Gaspaz Llamazares. Ya digo que quería asegurarme de que no hubiera malos entendidos. Animado por este espíritu, apenas llegué a la sección de verduras y productos frescos, cogí un paquete de calçots y le pegué fuego, una forma tan sutil como otra cualquiera de descartar de raíz la siempre tentadora pista de los bomberos catalanes.
A continuación, y al socaire del caos creado por el humo y las llamas, procedí a un rápido intercambio de etiquetas de precios entre los productos más dispares, acción que si bien no se puede decir que extienda el terror, sí que termina por generar algo de desconcierto.
De seguido, ya en la sección de bebidas alcohólicas, me hice con la suficiente provisión de cervezas como para dejar meridianamente claro a cualquier observador independiente que allí se estaba preparando una acción de envergadura.
Con el pack de doce latas bajo el brazo derecho, retorné sobre mis pasos a través del pasillo de productos de aseo y limpieza en dirección a la caja rápida. Con la mano izquierda simulé ajustarme a la oreja un imaginario pinganillo, mientras a través de un micro igual de inexistente, decía cosas como: “Txanogorritxu a Basajaun, ¿me copias?”, con tal calidad en la dicción que no hiciera falta especialista alguno en lectura de labios para transcribir mis inequívocas y reveladoras palabras.
Ni que decir tiene que mientras esperaba turno para pagar, entablé conversación con cuantos estaban en la cola, generando un clima de confianza tal que en algún caso llegó al abrazo de despedida (y confío en que el entusiasta haya logrado huir del cerco policial).
Y a modo de remate, antes de abandonar establecimiento, me detuve ante la última cámara de vigilancia, alcé la cabeza, fijé la mirada en el objetivo y muy lentamente, mientras me pasaba la lengua por los labios, acaricié distraídamente con el dedo índice la muleta con la que acostumbro a desplazarme, gesto delatador de la presencia de un arma de asalto oculta bajo la varilla.
Hecho lo cual, me di la vuelta, salí por la puerta, me dirigí a casa y puse la tele a la espera de los informativos. Y en ésas estamos”.