Dicen que cuando uno cierra los ojos y ve pasar por delante un resumen de los mejores momentos de su vida es que se está muriendo. Sin embargo, cuando uno los abre y lo que se le revela con nitidez de pantalla plana es la semana en su todo su absurdo esplendor tan sólo significa que es lunes por la mañana.
Todos los lunes hieren y el último mata. El primer día de la semana es una enfermedad crónica y laboral. Sus síntomas son múltiples y van de la alienación a la indolencia, pasando por esa sensación de extrañeza ante a ti mismo. ¿Quién dejó sin borrar el viernes todos estos correos electrónicos? Y lo que es peor: ¿quién contestó estos otros? La respuesta en ambos casos suele ser la misma: servidor. Por eso, no hay Samanta Villar que acometa el reportaje de sobrevivir a 21 lunes consecutivos.
El punto en el que el lunes se manifiesta en toda su intesidad es en el deseo irreprimible de dejarlo todo para mañana. Se trata de la procrastinación, un concepto bautizado con un feo nombre y que arrastra muy mala prensa, pero que visto con la suficiente perspectiva se revela como una práctica eficaz, por cuanto la mayoría de las cosas que hacemos se demostrarán mañana como perfectamente innecesarias.
En los mejores lunes, la tendencia a dejarlo todo para más tarde o incluso para otro día funciona por sustitución. Así, es posible que la agenda para hoy incluya varias reuniones impostergables, una comida de trabajo y reponer el frigorífico, pero lo que en realidad te apetece es apoyar a Garzón, valorar el Rompeolas y salvar a Grecia. Obviamente, la noche llegará sin que hayas hecho ni unas cosas, ni las otras. El lunes habrá sido provechoso si llegas a la noche sin que nadie lo haya notado.