“Soy donostiarra porque he nacido en San Sebastián pero he encargado un estudio para descartar otras posibilidades”. Esta frase, preñanada de surrealismo, es la versión oral de la cinta de Moebius. Su estructura laberíntica resume la dramática condición que arrastra todo vecino de esta ciudad.

Ser donostiarra supone vivir atrapado en un código binario construido a base de una infinita sucesión de unos y ceros, en la que siempre hay que optar entre éstos y aquéllos. Y el hecho de que estén proscritos tanto los decimales como los doses y los treses obliga a plantearlo todo en términos agónicos: “O lo que digo yo o el abismo”.

En su versión más adulta los debates han girado en torno a liberales o carlistas, transversales o identitarios, pero como todo en esta vida, el dilema tiende a su propia reducción al absurdo: hacer los cubos de Moneo o resonstruir el antiguo Kursaal,  levantar la parela del Mompás o arreglar el camino por la ladera, centro de cultura o centro comercial, luces navideñas o penumbras invernales, toldos en la playa o la arena es para todos, fiesta el 21 de enero o casi mejor el 9 de septiembre.

Si no fuera porque las teorías freudianas han quedado reducidas a la condición de supersticiones a manos del determinismo genético, el asunto invitaría pensar que ser donostiarra se reduce a vivir la esquizofrenia de una forma innovadora, de modo que en cada transgresor habitaría un ‘retro’, en cada antialcalde, un ‘odonista’ renacido y en el interior de cada ñoñostiarra, un vecino de Bilbao en plena gestación.