En el fútbol como en la vida, España es ese país que necesita imperiosamente traicionarse a sí mismao para triunfar. En rigor, no se trata tanto de traicionar como de elegir entre el amplio abanico de ‘las dos Españas’ disponibles y acto seguido, interpretar el papel de la escogida.
La salida social a la crisis viene a ser lo que el ‘tiquitaca’: un desideratum. A la hora de la verdad, ZP aplica las medidas laborales que ni Rajoy se atreve a confesar por escrito y la selección de Del Bosque juega como la de Clemente. Ya hay quien dice que la alineación de la Roja viene impuesta por la Comisión Europea y el FMI.
Sobre el terreno de juego, los partidos de España aburren igual que los del resto de las selecciones, con un agravante: El bombo de Manolo impide apreciar en todos sus matices el concierto de vuvuzelas.
Y sin embargo, son encuentros que hay que presenciar, so pena de no enterarte de lo sucedido hasta que dentro de cuatro años, con motivo del próximo mundial, las televisiones resuman el paso español por Sudáfrica 2010.
La otra opción es repasar al día siguiente en los periódicos las crónicas de los partidos, un ejercicio fuera del alcance del ciudadano común, acostumbrado al estilo llano de un James Joyce.
Desde que alguien inauguró la disciplina consistente en “saber leer los partidos”, el césped se ha llenado de “jugadores habilitados”, “equipos con aristas”, “centrocampistas entre líneas”, “pases malinterpretados” y “rivales indescifrables”. Demasiado pomposo si lo único que querías saber era quién y cómo metió el gol. Mención aparte merecen los comentaristas televisivos, que en cada jugador africano adivinan a un atleta y en cada futbolista de Japón, a un kamikaze.
Lo dicho: España juega tan mal que se está haciendo acreedora a la inevitable reprimenda de Felipe González, cuyo legado futbolístico -conviene recordarlo- se resume en el 12-1 a Malta, aquel ‘tran tongo’ que ya anunciaba lo que luego sería el persistente tufo del ‘felipismo’.