Los más aplicados entrenadores de fútbol presentes en Sudáfrica 2010 se esmeran una barbaridad dibujando todas las posibles combinaciones en unas pizarras en las que, inexplicablemente, nunca aparece el árbittro. Un error porque en este campeonato el primer gol siempre corre a cuenta del colegiado, en general, tras alguna magnífica combinación con sus asistentes.
Estos fallos arbitrales suelen desatar recurrentes llamamientos a aplicar de una vez por todas las más altas tecnologías al fútbol, como si el esquizofrénico jabulani no fuera un hijo del laboratorio. Es más, la iniciativa se revelaría estéril, al menos en la Liga española, en donde contamos con árbitros capaces de observar detenidamente la jugada por televisión y acto seguido, dictaminar que el balón de Lampard no terminó de entrar.
En realidad, lo que sobra en la cancha son unos cuantos jueces. A favor de este argumento concurre la figura tóxica del linier, ese elemento que se tira todo el partido corriendo buscando en la banda a Sara Carbonero y que llegado el momento de evacuar consultas con su colegiado, siempre se ve obligado a confesar que, justo en ese preciso momento, no estaba mirando el partido.
El ‘gol fantasma’ del Inglaterra-Alemania de ayer ha servido además para que, en un rapto de humor, los comentaristas evocaran la final de 1966 y hablaran de justicia poética. En efecto, en aquella final hubo tongo, pero al igual que sucede con los juicios a revisar bajo el paraguas de la Memoria Histórica, de nada sirve en esencia revisarlo 44 años después.
Todo esto nos devuelve la condición del fútbol como gran metáfora de la vida, un instrumento indispensable en la formación de nuestros niños. Que vayan tomando nota: cada buena acción acaba recibiendo tarde o temprano su castigo, los errores rara vez se pagan o el partido no acaba hasta que el árbitro pita el final. Parafraseando a Albert Camus, todo lo que sé sobre inmoralidad lo aprendí en el terreno de juego.