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Alberto Moyano

El jukebox

Algunas cosas que sé sobre la vejez

De vez en cuando, el autobús coincide en un semáforo en rojo con el vehículo que atraviesa la ciudad recogiendo a los ancianos que van al centro de día. Los pasajeros de uno y otro transporte nos miramos. Unos, confiando en no estar viéndonos a nosotros mismos a través de una suerte de espejo del tiempo. En cuanto a los otros, mejor no ahondar en qué estará pasando por sus mentes.

Se diga lo que se diga, los viejos no suelen sonreír, salvo en contadas excepciones. Entre éstas, pueden contarse las ocasiones en las que están con sus nietos -pongamos por caso-, pero es difícil determinar con exactitud cuánto de dicha y cuánto de cortesía hay en sus sonrisas.

Amén de una lista más o menos larga de dolencias más o menos graves, los viejos arrastran el peso del desgaste emocional. Los proyectos malogrados, los errores cometidos, los engaños soportados o las decepciones acumuladas… Todo esto sucede en una estación de la vida en la que toca vivir el deterioro propio y también el de familiares y amigos. Y si quisieran, casi todos los días podrían recortar una esquela del periódico.

Todas estas circunstancias provocan el repliegue de fuerzas. El viejo es alguien que, poco a poco, se va necesitando a sí mismo por completo en régimen dedicación exclusiva. El mecanismo obedece a la conciencia de que ya nunca serás autosuficiente, sino que vivirás lo que te quede dependiendo de otros. Desde fuera, este automatismo de supervivencia suele malinterpretarse:”Hay que ver qué egoístas se vuelven”.

No es lo mismo estar solo que estar en la soledad. Los ancianos habitan la segunda. A medida que crecen sus necesidades -y una vez que el proceso se inicia ya nunca se detiene-, se desbordan las posibilidades de quienes están encargados de satisfacerlas. Esto desemboca en actitudes que perfeccionan aún más el aislamiento del viejo, hasta cerrarse el círculo de la impotencia con frases del tipo: “Joder, ya suelo ver a otra gente de su edad mucho más animada. Es que si pusiera algo de su parte…”

Los viejos sólo interesan uno a uno y básicamente a sus deudos. Como colectivo, resultan perfectamente inútiles. No hay nada que venderles y ni nada que comprarles -excepto más cuidados, claro-, no hay nada que puedan hacer por nosotros y sería discutible hasta qué punto podemos hacer por ellos.


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