“Ser español siempre ha sido un trabajo extenuante: la ejemplaridad, la responsabilidad, la concentración durante los 90 minutos… Ahora, más. Me levanto por las mañanas y lo primero que me digo es: ‘He aquí un campeón del mundo’.
Lo primero que hago es ducharme. Algunos aprovechan para cantar. Yo también. Al principio aquello de ‘yo soy español, español, español’, pero combrobé que el maldito champú marca Eroski, por supuesto, se me metía en los ojos y la boca.
Por eso, ahora grito lo de ‘¡camareroooo!’ y, desde la cocina mi señora contesta: ¡Quéeeee!’. Y yo repito: ‘¡Camareroooo!’. Y ahí es donde se estropea todo porque ella replica: ¡¡Qué c… quiereees’!, rompiendo la métrica y, por qué no decirlo, la magia del momento. De todas formas, yo soy de los que cree que una relación se alimenta también a base de pequeñas complicidades como ésta, que ayudan mantener viva la llama de la pasión, me refiero a la pasión futbolística, claro.
Ya en la parada, suelo perder el primer autobús por estar pensando en mis cosas -en ningún caso, desde luego, porque me despisten las periodistas de TeleDonosti que pululan por las calles-. Pero en cuanto llega el siguiente, entro de un salto a lo Puyol, elevándome metro y medio por encima del resto de la gente que hace cola. Y si me dicen algo, siempre alego que un holandés me ha empujado.
Al bajar, lo mismo: me lanzo desde el vehículo al grito de: ¡Árbitro, penalty descarado!’. Luego, llego al trabajo, en donde todos los días fracaso. ‘Compréndalo, vengo de un largo período de inactividad. Lo que necesito son más minutos’, le explico a mi jefe. ‘Por supuesto, tómate tu tiempo. Nunca olvidaremos lo que hiciste por nosotros hace dos años’, me tranquiliza él.
Al mediodía, suelo comer en un bar próximo al trabajo. De primero pido una sopa que trato de ingerir moviendo la cuchara a imagen y semejanza del micrófono de Camacho. Huelga que decir que aún no la he catado y que, por el contrario, me he puesto perdido.
Luego, vuelta al trabajo. Al acabar, me ducho allí mismo y me paseo por la oficina y, ataviado tan sólo con una toalla a la cintura, me despido de los compañeros hasta el día siguiente.
Vuelvo a casa. Allí me espera mi señora. Ni que decir tiene que en cuanto me pregunta: ‘Bueno, ¿qué tal ha ido el día?’, me acerco a ella negando con el dedo índice de la mano derecha y le propino un beso por sorpresa.
Y antes de que tenga tiempo de reaccionar o a forjarse algún tipo de ilusión, añado: ‘Este humilde speaker se va a la cama, que tiene un dolor de cabeza…’ Dicho y hecho. Y al día siguiente, vuelta a empezar. Es que es muy duro el oficio de héroe”.