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Alberto Moyano

El jukebox

Mi vida como melómano: un relato

“Cuando llegan estas fechas de principios de agosto, con sus calores sofocantes y sus tormentas imprevistas, siempre me asaltan los recuerdos y me invade la nostalgia. Ha sido toda una vida vinculada a la música y, más concretamente, a la Quincena Musical. Hablo de tiempos remotos, testigo incluso de cuando sólo duraba quince días.


La primera vez que asistí a un concierto fue de la mano de mi padre. Lo recuerdo como si fuera ayer. Me llevó al Victoria Eugenia, no precisamente con el ánimo de iniciar la formación de mi espíritu: “Vaya -djo con las entradas en la mano-, es un concierto para sexteto. Ven tú también, no vaya a ser que sólo seamos cinco espectadores y se suspenda”.


La segunda vez forma parte de mi educación sentimental. Interesado por entablar relación con cierta señorita donostiarra, averigüé que era fan de Shostakovich. Decidí introducirme en su obra. Pude haberme comprado la integral, pero me dije: “Sí, claro, para que siga viviendo como un rey en su villa de Miami”, así que me la descargué de internet.


Estuve tres días con sus tres noches escuchándola. Está bien, pero tampoco me aclaré mucho. Si me preguntas cuál era el single la verdad es que no sabría decirlo. Fuera como fuese, la estrategia funcionó y me casé con la susodicha. Cuando digo que conocí a mi señora en un concierto de la Quincena, me refiero a que hasta que no le vi haciendo manitas en un palco, con un músico búlgaro, no supe realmente cómo era.


También lo recuerdo perfectamente. Actuaba una orquesta rusa. En un momento dado, me pareció que el piano introducía una pieza más suave, por lo que, mechero en mano, me levanté de la butaca al grito de “¡la balada, la balada, eeeeooo, eeeooo!”. Como quiera que mi alrededor se escuchaban frases del tipo: “¡Pero ¿qué hace este tío?”, guardé de inmediato el mechero y saqué el móvil: “¡Eeeeooo, eeeeoooo!”. Sin embargo, tampoco esto calmó los ánimos, así abandoné el auditorio”. A la salida, el portero me recomendó que probara suerte en el ciclo de música contemporánea.  


Lo hice. Y, en efecto, allí encontré comprensión. Más de una vez, el propio compositor me felicitó al término del concierto por mis gritos y exabruptos. Me agradecía que estableciera un diálogo entre las dos disciplinas artísticas, aunque a menudo confesaba ignorar cuál podía ser la mía. A cambio, yo tampoco supe nunca cuál era la suya.


Finalmente evoco también la última vez que asistí a un concierto del decano de los festivales de la Península. Los carraspeos y las toses apenas sofocadas del público me dieron ganas de fumar, pero apenas saqué el cigarrillo y me lo puse en la boca, todos empezaron a recriminarme: “¡Salvaje!”, decían unos, “¡animal!”, gritaban otros.


Así que me levanté, me subí a la butaca, pedí silencio a la orquesta lituana que estaba sobre el escenario, y hablé alto y claro: “¡Compañeros! ¿Qué nos está pasando? ¡Estamos perdiendo la alegría en aras de una solemnidad estéril! ¡Ésta es una música libre, que inventaron los negros cuando eran esclavos! ¡Nació en las plantaciones de algodón y creció en los peores burdeles del Viejo Sur! ¡Es la improvisación y la espontaneidad, y aquí estamos nosotros, pidiendo silencio y compostura. ¿Cómo hemos llegado a esto? Volvamos a las raíces. ¡Que corra el alcohol!”.


La sala permaneció en silencio, hasta que un espectador -un conocido cirujano donostiarra-, alzó la voz: “¡Que te pires, hombre!”. “¡Eso, eso!”, secundó la plebe. Lo hice. Me fui. Desde entonces, no he vuelto. Eso va a cambiar. Tengo entradas para la ópera rusa. Me pregunto si lograré introducir de tapadillo la vuvuzela”.


agosto 2010
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