Ayer celebramos el día grande de la Aste Nagusia donostiarra, si por tal entendemos el momento crucial en el que se dan cita nuestras dos almas irreconciliables. Un ejercicio de transversalismo bien entendido hubiera exigido batir huevos por la mañana y remos por la tarde, pero nuestro destino es ser siempre dos, tres si atendemos a los que miran.
Cazadores o recolectores, campesinos o obreros, carlistas o liberales, transversales o identitarios, Orquesta Mondragón o Álex Ubago. Ayer tocaba ser piratas o cocineros, en una fiesta integradora en la que hay sitio para todos y en la que finalmente, se pone el énfasis en los que nos une por encima de cualquier diferencia: los fuegos artificiales.
Y si el desembarco ‘pirata’, quizás fagocitado aunque no desactivado, convocó a más navegantes que nunca, el concurso de tortillas triplicó el número de participantes del año pasado. La estampa que ofrecía La Perla al mediodia era la de un ofertorio, una larga fila de devotos con sus creaciones en la mano. Cualquier que no nos conociera hubiera pensado en el Banco de Alimentos.
Hay que decir que la tortilla española goza de perfecta salud, eso sí, en su sana diversidad: mucho cariño, pimiento verde, abundante cebolla y quién sabe que si hasta Onduline Bajo Teja llevaban algunas de las 600 tortillas que tuvieron que catar los miembros del jurado -no hace falta repetir sus nombres por ya conocidos-, a razón de 35 piezas cada uno.
Habrá quién se pregunte en qué condiciones evaluaron nuestros cocineros la virtudes de cada uno de los ingenios gastronómicos, dada la descomunal ingesta. Resulta baladí, somos una sociedad que se define a sí misma como gastronómica. Dicho de otra forma, ser donostiarra significa no tener que decir nunca “estoy lleno”.