En ‘El tercer hombre’, Orson Welles invita a Joseph Cotten a contemplar desde lo alto de la noria a las personas que pasean por el Prater, antes de preguntarle: “¿Sentirías compasión por alguno de esos puntitos negros si dejara de moverse? Si te ofreciera 20.000 dólares por cada puntito que se parara, ¿me dirías que me guardara mi dinero o empezarías a calcular los puntitos que serías capaz de parar? Y libres de impuestos, amigo, libres de impuestos”.
El rescate de los mineros chilenos -retransmitido en directo en urbi et orbi- nos coloca ante el dilema inverso: ¿a cuántos mineros eres capaz de ver salir del fondo de la tierra antes de se te atenúe la emoción y acabe ésta siendo sustituida, no por la indiferencia, eso nunca, pero sí por el aburrimiento?
Como todo el mundo, asistí ayer al rescate de la primera quincena de supervivientes, pero supe que algo iba mal cuando apenas presté atención a la salida del noveno y, sin embargo, me volví a emocionar muchísimo ante las imágenes de lo que parecía la aparición del décimo y que luego resultó ser la repetición de la del sexto. O quizás era el séptimo, no lo sé.
Para cuando había doce mineros en superficie, uno asistía ya a los sucesivos rescates como quien contempla por enésima vez el gol de Iniesta. De hecho, los telediarios adoptaban el formato de ‘Carrusel Deportivo’ cuando un pitido indica que ha habido gol en La Condomina e interrumpían su escaleta para anunciar que “volvemos a conectar en directo con la mina, de la que parece que está a punto de salir otro minero”.
Mi disposición de ánimo inicial había sido tan correcta que hasta pensaba que iba a presenciar una suerte de venganza tardía por la muerte de la niña colombiana Omayra Sánchez en Nevado del Ruiz en 1985 -una tragedia televisada con final infeliz que marcó al menos a un par de generaciones-, pero a lo largo de la jornada fui perdiendo de forma involuntaria interés. A media tarde, ya sólo pensaba en las gafas de sol de los rescatados, en los expertos que denunciaban la precipitación en el plan de rescate y en los que auguraron que nada se resolvería antes de Navidad.
En medio de la romería, alguien se dejó llevar por un arrebato lírico de raigambre ‘garcíamarqueciana’ y empezó a comentar que la tierra había dado a luz en un parto múltiple a 33 hombres. La figura literaria hizo fortuna y hoy no hay medio que no la haya adoptado, olvidando que la comprensible prisa de los mineros por ser rescatados nada tiene que ver con el involuntario nacimiento de cada cual.
Dicen que el corazón humano es un misterio insondable y seguro que así es, pero las lágrimas que periódicamente vierte son perfectamente descifrables bajo la lente del microscopio en el laboratorio. Y desde este punto de vista, en nada se distinguen las vertidas ayer durante la retransmisión del emotivo rescate de las derramadas en cualquier sala de cine cuando al vaquero de ‘Toy Story 3’ le pasa no sé qué.
Y aunque cuando esta mañana he conocido que el rescate se había completado con éxito no sé si he sentido tanta alegría humanitaria como alivio mediático, no se entienda todo esto como una crítica a los medios de comunicacion -pobres de los mineros si éstos no hubieran existido-, ni tampoco como una reflexión de 700 metros de profundidad. Es sólo un desahogo, puede que hasta una confesión, pero nada más.