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Alberto Moyano

El jukebox

“Mi vida como juez, en el buen sentido de la palabra”

“Hallábame a primera hora de la mañana relajándome en la oficina, inmerso en la lectura de la prensa -en concreto, en la interpretación que un magistrado realiza de la expresión ‘zorra’-, cuando la voz de mi jefe tronó: ‘¡A ver cuándo te pones a trabajar!’.

De natural voluble e influenciable, y sin duda inspirado por la citada noticia judicial, contesté: ‘Déjame en paz (estado espiritual en ausencia de conflicto) y vete a tocarle los huevos a otro’ (dando a entender que recién había pasado la inspección táctil del aparato reproductor al que anualmente nos somete la empresa).

El iletrado de mi superior debió malinterpretarme porque de inmediato ladró: ¡’A mi despacho!’, refiriéndose al habitáculo inhóspito y mal iluminado, reflejo de su alma putrefacta (en avanzado estado de descomposición). Una vez allí, tras regañarme con el cariño de un padre (persona sin descendencia que se ocupa de la manutención de uno o varios bastardos), le saludé afectuosamente y me despedí con un ‘vete a tomar por saco’ (expresión que utilizó habitualmente para desearle a mi interlocutor una vida sexual plena que, en este caso, habría de ser forzosamente extramatrimonial, dado que su mujer es un cardo, ‘primera planta en florecer durante la primavera’).

El resto de la mañana transcurrió sin mayores incidentes, así que a eso de las once bajé al bar a tomar un cortadito. Cuando el barman me cobró 1,50 euros, proferí un ‘¡esto es un robo!’, -confesando mi admiración por la audaz maniobra financiera-, y rematé con un ‘¡y usted, un ladrón!’, -en reconocimiento a su potencial valía como corredor de Bolsa-.

Aprovechando que ya estaba en la calle, acudí a mi oficina bancaria para poner las cuentas al día, descubriendo que en el último mes me habían soplado 40 euros en comisiones varias. ‘Hijos de la gran puta!’, dije para mis adentros, en homenaje a todas esas mujeres que, sobreponiéndose a sus orígenes humildes, han poblado la tierra de licenciados universitarios en cuya formación universitaria inviritieron todos sus ahorros.

Pensé que el día ya estaba arruinado, pero no obstante regresé a la oficina, en donde saludé afablemente a mis compañeros de mesa: ‘Aúpa, Martínez, cornudo’ (noble astado que se crece ante el castigo) y ‘qué pasa, Rodríguez, so inútil’ (hermoso objeto ornamental cuya inoperancia le emparenta con la poesía y otras bellas artes).

Agotada la jornada laboral (período de tiempo en el que holgazaneas sin desmayo y en régimen de esclavitud a cambio del sueldo que, en justicia, debería cobrar otra persona), regresé a mi hogar (del latín ‘focus’, lugar donde se prepara el fuego). Y en efecto, ahí me esperaban el tarugo (pedazo de pan grueso e irregular) de mi suegro, la gusana (oruga en fase de convertirse en crisálida) de mi suegra y la perra (femenino del mejor amigo del hombre) de mi mujer.

Tras engullir (tragar atropelladamente y sin masticar) la bazofia (comida despreciable o de poca calidad), me acosté en la cama con la inequívoca sensación de ser un completo capullo (flor que no ha acabado de abrirse)”.


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