En un mundo globalizado, nada más placentero que indignarse por lo mal que se entiende fuera de Euskadi el conflicto vasco mientras arreciamos en el juego de las siete diferencias con el conflicto irlandés.

Con el comunicado de ETA, todos nos hemos convertido a la vez en propinadores y víctimas de una oleada de artículos y reportajes televisivos que tratan -sin mucho éxito, todo hay que decirlo- de bucear en los secretos de nuestra atormentada existencia. También es cierto que la proliferación de imágenes de calles lluviosas, avenidas vacías, valles verduscos y música de cantautor no ayuda en exceso.

En este punto, ‘La pelota vasca’ demostraba la superioridad del cine sobre la televisión a la hora de alcanzar el consenso multicolor. Ninguna película concitó entre el público tal unanimidad, dado que consiguió la proeza de que cada espectador saliera de la sala convencido de haber asistido a la comunión entre la verdad y su propio punto de vista. El capítulo de objecciones y discrepancias quedó reservado para los que no la vieron, que con idéntica perspicacia dedujeron que no les iba a gustar.

Ahora, las cámaras han llegado a Euskadi y la paradoja es que ya no queda nada nuevo que contar. La llegada de la paz es una noticia inmensa, pero su instalación se convierte en una crónica carente de épica. Lo he descubierto esta mañana al leer en un artículo las consecuencias que el comunicado de ETA tendrá para nuestro hemisferio cerebral izquierdo.

Las calles del País Vasco han dejado de ser peligrosas para convertirse en, simplemente, poco recomendables. A la vuelta de cualquier esquina puede aguardarte agazapado un conocido que, incluso en ausencia de cámaras, estará dispuesto a contarte con entusiasmo dónde estaba en el momento en el que llegó la paz. Hay que cortar en seco porque si permites que salte al relato en primera persona para subrayar cuánto contribuyó a su advenimiento, significa que estás perdido, por mucho que implores un poco de piedad.