Lo peor de los grandes líderes carismáticos no es tener que soportarlos, sino su voraz exigencia de ser amados sin condiciones, ni contrapartidas. El norcoreano Kim Jong Il convirtió su país en un campo de concentración por amor al pueblo, un amor no correspondido por ninguna de las dos partes implicadas. El ‘Querido líder’ no pasaba de ser un maltratador doméstico a gran escala.

Nuestro carácter, de natural disoluto y desordenado, nos aboca a pasar la vida sometidos a diversos tipos de gobernantes, gente peligrosa a causa de su inquebrantable decisión de transformar nuestra desdicha vital en felicidad política, un tránsito del que habitualmente se ocupan los militares y otros uniformados.  Lo único que hace soportable la existencia de gentes tan tenaces es nuestra capacidad para la burla, pero cuando ésta lleva aparejada el internamiento en un centro de reeducación, hasta los comportamientos más extravagantes acaban perdiendo su gracia.

Los dictadores de este pelo no necesitan la adhesión popular, en su infinita modestia, tan sólo aspiran ser objeto de una devoción absoluta y eterna. Y del amor al odio sólo hay un paso: se llega al segundo en cuanto se constata que no existe el primero. La necesidad de amor genera monstruos porque se trata de una mercancía que, como el dinero, sólo satisface en cantidades descomunales y crecientes. Cuando alguien dice ‘tengo muchos amigos’ está revelando su personalidad acumuladora y avariciosa. Lo que pasa es que, debido a una concatenación de malentendidos, los afectos tienen muy buena prensa.

Hace falta mucho humor para sobrellevar el amor. No obstante, los sociópatas elevados a estadistas carecen de sentido del ridículo y cualquier broma personal se la toman como algo personal. Ahora que Kim Jong Il ha muerto -se le rompió el corazón de tanto usarlo-, su hijo más mofletudo herederá los dos principales cargos que ostentaba el difunto: ‘querido’ y ‘líder’.  Tan sólo el enunciado de ‘régimen comunista de carácter hereditario’ provoca la hilaridad de cualquier observador imparcial. Por desgracia, puede que ya no quede vivo ningún norcoreano capaz de apreciar el gag.