El español es de natural un ciudadano aferrado a dos grandes certezas indestructibles mediante argumentos racionales: todos sus políticos son unos mentirosos y todos sus campeones son un ejemplo de deportividad. Cuando estas dos supersticiones se cruzan terminan por alumbrar episodios repletos de cochambre y estrambote, como el 12-1 del España-Malta o más recientemente, ese momento de epifanía esotérica en el que, sentados en ‘La Noria’, el presidente Revilla clavó su mirada inquisitorial y con bigote en los ojos de Contador para preguntarle si había ingerido alguna sustancia prohibida. ‘No’, respondió el ciclista; ‘yo te creo’, concluyó el ex campeón del Gobierno cántabro. El tiempo apunta a que alguno de los dos mintió, es posible que los dos.
La sanción al ciclista español se basa en dos hechos científicos irrefutables: en el cuerpo de Contador se detectó clembuterol; en los filetes analizados en la carnicería de Irun, no. Sin embargo, esto no significa que el campeón del pedaleo sea un tramposo ya que el deporte profesional es un ámbito muy propicio para la comisión de delitos por persona interpuesta. Dicho de otra forma: es más fácil ganar el Tour de Francia con una mala bicicleta que con un mal médico. En este punto, siempre quedará el consuelo de que no prosperara la propuesta de Urdangarin para desviar la ronda gala a las Islas Baleares, tierras de excelentes carnicerías y aún mejores discotecas.
No obstante, la mayoría de la opinión pública española, libremente expresada a través de los comentarios a la noticia en los diarios digitales, sitúa el problema en el terreno de la envidia que, por razones sin aclarar, estamos condenados a suscitar en el extranjero. Así, el pueblo atribuye el desmedido castigo al ciclista al hecho de que se apellida Contador en lugar de Contadeur. De acuerdo con esta visión de la realidad, Europa ha decidido castigar a España donde más le duele, a la vista de aquí se encajan las reformas constitucionales impuestas desde fuera y las severas medidas disciplinarias en el ámbito económico con una indiferencia que raya con el desprecio.
Este nuevo desencuentro entre España y el resto del mundo da lugar a episodios rocambolescos en los que el testimonio de los vecinos del pueblo de Pinto se esgrima en calidad de prueba judicial ciega frente al resultado de unos análisis científicos. Es más: si Contador se ha defendido siempre con ardor, éste palidece frente a la convicción exhibida por los aficionados a la hora de proclamar su inocencia, quizás, porque la ignorancia permite llegar a unos grados de vehemencia fuera del alcance de quien está en el conocimiento de las cosas.
En cuanto a España, aquí se dan cita las sospechas internacionales sobre el dopaje de algunos de sus deportistas en combinación con la presunta permisividad de las autoridades competentes, hasta el punto de lastrar seriamente sus continuos intentos de hacerse con la sede de algunos Juegos Olímpicos, los que sean. Más asombroso que la detección de 50 picogramos de clembuterol en el organismo de un ciclista es la cantidad de profesionales del deporte que sortean ‘limpios’ los controles.
El hecho de que nos veamos obligados a soportar el -seguramente merecido- castigo de vivir en una Sociedad Anónima Deportiva, articulada en torno a las grandes gestas en el terreno de la competición, no debería impedirnos acometer algún día una reflexión serena en torno a esa inconfesable dolencia que padecemos algunos y que se podría traducir como la sensación de que quién gane el Tour de Francia, el Mundial de Fútbol o los grandes torneos de tenis -incluidos a quí tanto los disputados en tierra batida y hierba como en pista cubierta-, es algo que nos la trae profundamente al pairo.