La inmensa mayoría de los españoles está convencida de que la Justicia no funciona, pero aquí acaba el consenso porque la mitad de ellos responsabilizaba de esta patologia a Garzón. Supe que al magistrado se le habían terminado los argumentos cuando accedió a protagonizar un documental de Isabel Coixet. Con la inopinada irrupción en escena de su hija proclamando el excelente estado de conciencia de su padre quizás convendría ir dando por cerrado el elenco de esta ópera bufa.
El problema de Garzón no radicaba, como se ha dicho, en el exceso de enemigos, sino en el hecho de que buena parte de éstos hubieran sido previamente sus amigos. Su historia es la de la Audiencia Nacional, un avispero en el que si algunas causas prosperan, lo hacen a pesar del clima de compañerismo letal que reina en sus pasillos. Hagan extensible el diagnóstico al resto de los órganos judiciales y comprobarán que hay motivos para llorar.
El prestigio del ‘juez campeador’ no se basaba en su impecable labor como instructor, sino en la catadura moral de sus rivales. Por desgracia para él, Garzón no hacía distingos entre causas justas y venales a la hora de investigar con idéntica pulsión chapucera. Sin embargo, en un mundo que aún se aferra a la absurda pero arraigada teoría de que todo conflicto se reduce en última instancia a una historia de buenos y malos, en su persona recayó el papel de héroe, pero fue por eliminación. Al fin y al cabo, la mayoría no somos narcotraficantes, ni franquistas, ni políticos corruptos, ni terroristas, al menos, no todo a la vez y no en grado suficiente.
Garzón no ha caído en combate, sino víctima del ‘fuego amigo’ que él mismo se encargó de abrir. Cuando le hagan la autopsia a su trayectoria profesional encontrarán en su interior casquillos de idéntico calibre que el utilizado habitualmente por el ex titular del juzgado de instrucción número 5 de la Audiencia Nacional.
Para la reflexión queda el auto conocido ayer en el que los siete magistrados del Supremo recriminan por unanimidad a Garzón el recurso a métodos de investigación propios de “regímenes totalitarios”, unos procedimientos que al parecer están reservados en España para casos de terrorismo. A la luz de este prisma quizás se entienda mejor cómo esta semana ese mismo tribunal ha confirmado la absolución de unos guardias civiles condenados por torturar a dos etarras. Todo esto, entre la inopia indiferente de la muchedumbre de garantistas renacidos que ahora braman en la plaza pública, todo hay que decirlo.