Si un entrenador de fútbol cometiese la osadía de proclamar abiertamente que su equipo empezará a jugar mejor en cuanto consiga encadenar varias victorias consecutivas por goleada sería destituido de manera fulminante y fichado de inmediato como comentarista deportivo por cualquier cadena de televisión. Sin embargo, a diferencia del juego que alimenta las quinielas, la economía es una ciencia exacta, aunque también es verdad que un tanto difusa.
Al amparo de este principio, Rajoy se ha empeñado en sacar adelante toda una batería de medidas urgentes que, según sus propias estimaciones, no arrojarán beneficio alguno a corto plazo. En el sofisticado lenguaje de Mariano, esto significa que habrá que esperar a que la economía se recupere -lo deseable sería que lo hiciera por sí sola- para que su gestión como gobernante mejore de forma apreciable.
Cuando el presidente admite en el Congreso que sus medidas no se notarán a corto plazo, conviene introducir una aclaración: se refiere a que no se notarán positivamente. Por desgracia, sus efectos devastadores sobre el empleo se dejarán sentir de forma inmediata, tal y como él mismo reconoció al anunciar que el paro continuaría creciendo a lo largo de 2012.
El miedo paraliza pero no es éste el caso. Rajoy actúa con mano firme porque como presidente del Gobierno incluye obligaciones de la que carecía como líder del PP: tomar decisiones. Mariano -hay que decirlo ya- alberga mucho menos temor hacia a los sindicatos, que apenas pueden convocarle movilizaciones en la calle hasta llegar a una huelga general, que a Espèranza Aguirre, perfectamente capaz de convertir una jauría de rottwailers en un ‘think tank’ de corte liberal dotado de su propia tertulia televisiva.
Las elecciones anticipadas del pasado 20-N nos permitieron pasar de un presidente que no creía necesario tomar medidas a otro que toma medidas que sabe innecesarias. En ambos casos, el gobernante actúa de buena fe, aunque sea una fe ciega. Y si el primero requirió de casi dos años para dilapidar su credibilidad en los foros europeos, el segundo ha conseguido caer bajo sospecha en apenas dos meses, los que ha necesitado para certificar su incapacidad de sincerarse siquiera ante el habitual micrófono abierto por sorpresa.
El Gobierno no puede crear empleo por sí solo, pero sí puede ayudar a que cuando lo haya, el asalariado haya despuesto su actitud de exgir a cambio la percepción de un sueldo, un vicio adquirido al amparo de la permisiva legislación franquista, según nos recordó el presidente de la CEOE. Y si bien es cierto que nada de todo esto ayudará a generar puestos de trabajo, desde La Moncloa se confía en que al menos contribuya a reducir notablemente el número de españoles empeñados en encontrar uno. Y a los que pese a todo perseveren en su actitud, se les abandonará a su suerte en brazos de un emprendizaje desatado. Estamos avisados.