Para su debut en la petición de disculpas, el rey ha optado por echar mano de la tradición hispano-árabe y del infame refrán que aconseja que “al llegar a casa, dale una paliza a tu mujer si tú no sabes por qué, ella sí lo sabe” y le ha dado la vuelta cual calcetín sudado para reconocer que se he equivocado y que no volverá a ocurrir. No ha necesitado entrar en los escabrosos detalles que rodean su equivocación y su propósito de la enmienda ya que da por hecho que nosotros sí lo sabemos.
España no es un país de monárquicos, sino de súbditos. Por eso, la opinión pública ya se ha apresurado a absolverle de todos sus pecados. No todos los días un lacayo está en disposición de perdonar a su rey. De hecho, se sabía que el acto de contricción pública llegaría ya que los más entusiastas habían introducido un espoiler en la trama al anticiparse con su perdón a la petición de disculpas. Le han perdonado incluso los escasos ciudadanos que aún conservan su puesto de trabajo y que, al igual que la infanta Elena, aún no saben ni el qué.
Borbón y Borbón ha demostrado que el viejo lema de “haz el amor y no la guerra” planteaba una falsa disyuntiva por cuanto es posible dedicar las noches a lo primero y los días a lo segundo o viceversa. Incluso es probable que, forzando indecisos, se pueda practicar ambas actividades a la vez, bien es cierto que quizás ya no a los 74 años.
Por segunda vez en un mismo reinado, el monarca ha salvado la democracia del embrollo en el que él mismo la había metido. Su comportamiento será disculpable, pero su persona es inimputable, por lo tanto, sus errores son imperdonables. Se dirá que todo esto es tremendamente injusto y arbitrario, pero qué sistema levantado sobre una monarquía no lo es.