Siguiendo con la ancestral tradición del blog de dedicar cada 23 de abril a dar cobijo a un fragmento de alguna novela, aquí van unos cuantos párrafos de la novela ‘La Galería’ (Ed. Parténope), del escritor John Horne Burns (1916-1953):
“Recuerdo que el corazón se me rompió en Nápoles. No por una muchacha ni por algo tangible, sino por una idea. Cuando era pequeño me decían que debía estar orgulloso de estar americano. Y supongo que lo estaba a pesar de no entender por qué había de aplaudir cada vez que nuestra bandera salía en el noticiero cinematográfico. Creía que la forma de vida americana se ajustaba a una idea sagrada, una idea de la libertad que ciudadanos inteligentes se pasaban de unos a otros. Sin embargo, tras una breve estancia en Nápoles, descubrí que los Estados Unidos eran un país como cualquier otro, exceptuando su mayor bienestar material y su excelente sistema de alcantarilado. Y me encontré con que dejando a parte a los escritores que se dedicaban a la propaganda (y que estaban haciéndose ricos con aquel negocio) los americanos, en general, eran muy pobres espiritualmente. Sus ideas consistían en hacer mucho dinero y sus almas estaban en bancarrota. Quizás eso sea aplicabla a la mayoría de la gente del siglo XX, pero ésa fue la causa de que se me rompiera el corazón.
Recuerdo que de pronto comprendí esos conceptos con absoluta nitidez. En el Nápoles de 1944, nosotros, los americanos lo teníamos todo y los italianos, como había perdido la guerra, no tenían nada. Y, en realidad, ¿cuál era la causa de aquella guerra? Llegué a la conclusión de que se debía a que la mayor parte del mundo no tenía los cigarrillos, ni la gasolina o los alimentos que teníamos nosotros, los americanos.
Recuerdo que mi madre, una mujer muy sabia, solía decirme que poseer ‘cosas’ implicaba ser responsable también del uso que se les diera; no había que malgastarlas, pero tampoco había que dejar que te dominaran la vida. Porque, cuando se llega a eso, las cosas adquieren mayor importancia que las personas. Y eso convierte el confort en el fin último de tu vida y, cuando ves tu bienestar material amenazado por otros, no te queda más remedio que pelear. Da igual quién inicie la lucha. El resultado siempre ses el mismo: una matanza y un caos que el mundo en 1944, no podía soportar ya.
Nuestro servicio de propaganda era capaz de todo, menos de explicarnos la verdad: que los americanos poseíamos casi todos los bienes del mundo moderno, pero muy poco espíritu. Por lo general, en nuestro país éramos unos chicos encantadores, pero, al salir al extranjero, no podíamos resistir la tentación de ganar un dólar o dos a expensas de gente que estaba pasándolo realmente mal. Sólo puedo hablar de Italia, por no conocí Francia ni Alemania. Pero con nuestra ética hollywoodiense y nuestra forma de ver las cosas, apoyados por nuestras emisoras radiofónicas, no nos tomábamos la molestia de pararnos a pensar que el objetivo de aquella guerra era combatir el fascismo y no a los hombres, mujeres y niños de Italia… En la época actual las guerras son totales y los ejércitos que luchan en el campo de batalla no son más que una reminiscencia de la antigua forma que adoptaban las contiendas. En la guerra de 1944 todos acabaron siendo enemigos de todos. La civilización había muerto, aunque nadie se preocupara de admitirlo.
Recuerdo los delitos que cometimos contra los italianos porque los vi en Nápoles con mis propios ojos. Habíamos prometido llevarles seguridad y democracia, en el más amplio sentido del término, si se ponían de nuestro lado. Y lo que en realidad hicimos fue destruir por completo su sistema, sin dotarles de nada con lo que reemplazarlo. Y lo más dramático de la historia es que los italianos habían depositado su fe en nosotros. Pero por poco tiempo, pues pronto se sintieron defraudados. Yo tenía la sensación de que aquello era una estafa en la que participaba toda la humanidad. Y de la que, tal vez, todos saldríamos perdiendo. La decencia colectiva y social no existía en el Nápoles de agosto de 1944. Nuestros intentos de ayuda y de control eran de ridsa, porque con una mano deshacíamos lo que habíamos hecho con la otra, cuando lo adecuado hubiera sido establecer un control muy estricto de todo lo que llegaba a Italia y proporcionar a los napolitanos almacenes en régimen de cooperativas.
Recuerdo haberme sentado a observar el sentido adquisitivo de los americanos en acción. No éramos conscientes, o no queríamos serlo, de que estábamos en un país pobre, reducido a la nada a causa de la guerra y prácticamente todos los soldados y oficiales se dedicaban a comprar cuanto se pusiera a su alcance, sin importarles su utilidad ni su precio. Compraban, por ejemplo, todos los bastones de bambú de una tienda pequeña, bisutería de mala calidad u objetos artísticos carentes de valor, simplemente por el gusto de gastar. En todos los lugares a los que llegábamos los americanos, los precios subían como la espuma hasta que la lira quedó devaluada por completo. Los italianos no podían pagar aquellos precios, ni siquiera los de los artículos de primera necesidad. Teníamos que haber establecido un mecanismo de control, ejercido por americanos honrados e incorruptibles, sobre los alimentos que se enviaban desde Estados Unidos a Italia com ayuda, pero los confiamos a unos italianos que, en el noventa por ciento de los casos, eran estafadores de un régimen que decíamos combatir.
También recuerdo que encontrar en Nápoles, en aquel agosto de 1944, un americano honrado era casi tan difícil como dar con un napolitano que admitiera haber sido fascista. Ignoro la razón, pero la mayoría de los americanos profesaban un odio feroz a los italianos, que exponían más o menos de esta manera: estos asquerosos han entrado en guerra con nosotros, así que ahora no importa lo que hagamos. Podemos hacer que suban los precios, que su economía se tambalee y follarnos a sus mujeres. Imagino que en este razonamiento existe alguna falacia. Y supongo que yo pretendía algo imposible. Ciertamente, aquello era una guerra, pero yo quería que se llevara a cabo conforme a las reglas del honor. Me imagino que mi pretensión debia ser tan absurda como hablar de un asesinatgo honrado o de una violación respetable”.