Donostia 2016 ha conseguido la proeza nada desdeñable de zumbarse consecutivamente a sus dos directores culturales sin que aún se sepa a ciencia cierta cuál es el contenido del proyecto, más allá de ocurrencias-fuerza, ideas-faro y ejes-tractor. Ahora mismo aún es posible encontrar personalidades de la cultura -sea esto lo que sea- que tan sólo aspiran a que no sea una nueva Manifesta.
Cuando se dijo que iba a ser un proyecto de todo el territorio se estaba formulando una profecía: en efecto, el habitual guirigay que caracteriza los alumbramientos guipuzcoanos también ha hecho metástasis en 2016. En este caso, el estamos ante un proyecto de raigambre hippy, en el mismo sentido del término en el que lo entendió Charles Manson.
Que un proyecto basado en la convivencia entre diversos, la educación en valores y el respeto a la pluralidad comience a resquebrajarse demuestra hasta qué punto el arraiga de una pulsión autodestructiva convertía a San Sebastián en la designada perfecta. El esfuerzo por encontrar un sólo punto de consenso ya resulta de por sí titánico, qué decir de toda una batería de actividades a desarrollar durante más de un año, si debe ir encima dotada además de un profuso aparato teórico.
Hay que rendirse a la evidencia: 2016 se está tabakalizando a un ritmo alarmante. La propuesta del Gobierno Vasco de unificar los dos proyectos bajo una única dirección cultural -rechazada en su día por Ayuntamiento y Diputación- lleva camino de salir adelante, eso sí, con el vacío como lugar de encuentro. A día de hoy, los dos proyectos, tan diferentes, comparten su condición de decapitados.
Sin embargo, así como en el caso de la fábrica de cultura, la ausencia de dirección paralizó el proceso, en el caso de 2016 no existe tal riesgo porque aunque todos son necesarios, nadie es imprescindible y el liderazgo compartido se ejerce por turnos a tiempo parcial. De hecho, la dimisión de la directora cultural ha sido acogida por el propio equipo rector como un signo de normalidad propio de todo aquello que avanza de forma imparable.
He aquí otro rasgo inherente al 2016: la opacidad informativa mediante el enterramiento de la transparencia bajo una montaña de ruedas de prensa. En un principio, se atribuyó la precaución al espionaje de las ciudades rivales; en la actualidad, obedece al mantenimiento por inercia de una imagen acorde con el espíritu ‘happy flower’ en curso. Hasta la financiación del proyecto, a la que tanta importancia habría de darse en vísperas de pasar por el tamiz del jurado internacional, se ha convertido con el tiempo en una nebulosa aproximación a la realidad, de tal forma que, tras los pertinentes recortes presupuestarios, nadie sabe en qué han quedado los noventa millones iniciales.
Donostia 2016 nació para transformarnos como sociedad y, en el caso de los espíritus más libres, para hacernos “mejores personas”. Como era de temer, ha sido la sociedad la que ha moldeado la candidatura a su imagen y semejanza. Si todas las familias felices se asemejan entre sí, todas las infelices terminan por parecerse a nosotros mismos.