El nuevo orden mundial es de naturaleza medicante. Ahora comprendemos que las ordenanzas municipales no obedecen a criterios estéticos, sino que tienen por objetivo prohibir la mendicidad callejera en un intento de eliminar competencia y evitar que se extienda el buen ejemplo. Vivimos inmersos en una estafa piramidal de dimensiones globales, cuya salida -de producirse- pasará a los libros de Historia bajo la vibrante denominación de ‘La aventura del hombre en busca de la liquidez económica’.
Las empresas exigen contención salarial a los trabajadores, los colegios piden adelantos los padres, las universidades reclaman matriculadas más elevadas a los alumnos, la sanidad decreta que los enfermos se paguen dos veces sus medicamentos, los pensionistas descubren que su jubilación tras cuarenta años cotizados fue una decisión precipitada, los bancos reivindican sus rescates, los banqueros, sus indemnizaciones, los gobiernos recurren al Banco Central Europeo, éste llama a las puertas del Fondo Monetario, el cual, guiña un ojo al Banco Mundial, y todos al unísono coinciden en que el contribuyente debería pagar más impuestos por su propio bien.
Hay veces en las que sólo es posible acabar con las termitas pegándole fuego a la casa; en este caso, la sostenibilidad pasa por el derribo y desescombro de un porcentaje de ciudadanos aún por determinar. Faltan contribuyentes, pero sobran preceptores. Hay expresiones que ninguna persona honrada debería llegar a conocer a lo largo de su vida porque su existencia atenta contra el Derecho Humano a una vida decente, pero las circunstancias -un eufemismo para evitar la engorrosa enumeración de responsables con nombres y apellidos- mandan: activos tóxicos, sanear balances, blindaje contractual, indemnización millonaria, Paul Krugman, excedente de producción, ingeniería fiscal, Expediente de Regulación de Empleo, reflotamiento financiero…
En el epicentro de toda la hiperinflación del lenguaje que ha llevado el valor de las palabras a cotizar en mínimos históricos se situán conceptos tan arraigados en el imaginario colectivo como nocivos para el equilibrio psicológico individual: “Me debo a mi empresa, que es la que me da de comer” es una sencilla frase de apariencia inocua que, en rigor, sólo está en condiciones de pronunciar aquél que perciba un sueldo a cambio de quedarse en su casa. No obstante, sigue teniendo éxito, una vez suprimida de la ecuación la idea de ‘trabajo’.
Esta mutación perversa del verbo ‘dar’ es la que ha alumbrado una nueva conciencia de clase, en concreto, la de la clase mendicante, firmemente persuadida de que la sanidad, la enseñanza, la pensión por jubilación, la baja por enfermedad, la prestación por desempleo, la cuenta naranja o los préstamos a interés variable eran cosas que se daban. Sólo había que pedirlo, no importaba a quén. Ahora ya sabemos que a nosotros mismos o, para ser más precisos, contra nosotros mismos.