Causa más perplejidad que dolor constatar un hecho que un día pareció impensable: en junio de 2012, la discografía de Bruce Springsteen acumula ya más títulos malos que buenos. El estupor se desprende de las circunstancias en las que este hombre levantó la ‘catedral’ que constituye buena parte de su obra: de 1972 a 1984, derrochó tal inspiración que para un disco de veinte canciones componía cien. A continuación seleccionaba cuidadosamente cada pieza, la manoseaba, tocaba y retocaba, grababa y regrababa, en un proceso obsevivo y finalmente las empaquetaba en un disco en el que nada quedaba al azar: ni el título, ni la portada, ni el orden de los temas. Esta forma de trabajar, torrencial por decirlo de alguna forma, obligaba a dejar en el cajón canciones de una calidad casi enfermiza que, con el paso de los años, fueron saliendo a la luz. Por no hablar de todas las que fue pasando a compañeros de profesión, regalos que, vistos con frialdad, deben encerrar alguna forma de demenciada generosidad por lo que tiene de renuncia repartir canciones propias por las que cualquiera en su sano juicio hubiera matado.
Durante esa etapa, cada paso de Springsteen oscila entre la búsqueda del reconocimiento masivo y la premeditada huida del éxito masivo, un modo distinto de ser esquizo. A un disco operístico le seguía otro introspectivo, a una exhibición proteica de estilos y registros, otro monocorde y oscuro. Y, sin embargo, todos y cada uno de ellos eran siempre lo mejor que había alumbrado hasta la fecha. Cualquiera que haya visto ‘The promise’ entiende que hay canciones cuyo aliento nunca se extinguirá porque son el resultado de una inspiración insultante, un trabajo obsesivo y un minucioso mimo que durante al menos una década operó en régimen de monopolio en la cabeza y el corazón del músico.
A partir de la segunda mitad de los ochenta, la fuente se seca y se puede especular sobre los motivos. Quizás tan sólo signifique que llega un punto en el que cualquiera ya ha dicho cuanto tenía que decir. Otra cosa son los conciertos, en cada uno de los cuales ha conseguido transmitir una necesidad casi angustiosa de seguir diciéndolo. El ejemplo del aislamiento perfecto y autodestructivo de Elvis, de cuyos guardaespaldas recibió una paliza cuando se coló en su mansión siendo aún un desconocido, quedó grabado en su hipotálamo, hasta el punto de que aún hoy en día sus actuaciones siguen siendo, en último término, un intento de fundirse con el público, un ‘tráfico’ de identidades, la entrega de un ‘camello’ que pasa algo que no tiene nombre a cambio de algo que tampoco lo tiene. Su cualidad radica en que cada vez que se sube al escenario consigue dos cosas: a) que parezca una mezcla de la primera y la última vez; y b) que te creas que lo hace sólo para ti, entendido en este caso el pronombre ‘tú’ como un conjunto de 50.000 personas. O sea, lo que el hombre anda buscando por diversos medios desde que anda sobre dos patas por la tierra. En junio de 2012, quizás esto sea una de las cosas que mejor sigue ajustándose al significado de la palabra ‘milagro’.
A Springsteen se le podrán reprochar muchas cosas, seguro, pero todo queda en nada cuando ves que anoche clausuró un Rock In Rio Lisboa en el que estuvo precedido por gente como Maná, El Pescao, Maldita Nerea, La Oreja de Van Gogh y Lenny Kravitz, entre otros. Con todos los respetos, una colección de insectillos cuya profunda irrelevancia ni los espeleólogos lograrían sondear.