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Alberto Moyano

El jukebox

Creo que me he enamorado del bosón de Higgs

Cuando uno descubre que ha alcanzado cierta edad en la perfecta ignorancia de que existía una cosa llamada el bosón de Higgs y, sin embargo, lleva camino de convertirse en un involuntario experto en primas de riesgo se percata de que hasta qué punto la vida es un absurdo desastre. Se me reprochará y con razón que a partir de los cuarenta, los agujeros negros del conocimiento personal son responsabilidad de cada uno, fruto en este caso de mi desinterés por la ciencia. Asumiré mi culpa, pero añadiré de inmediato que jamás me aproximé siquiera de forma ligera a la macroeconomía y, no obstante, me veo condenado a conocer por su nombre de pila a las malditas agencias de calificación. Luego nos quejamos de que no queda en nuestras vidas lugar para la belleza fútil.

Albergo desde ayer la sospecha de que la ciencia es el último refugio del romanticismo. La tenaz persecución a lo largo de cuarenta años de una partícula que cuando recibió su nombre apenas era una intuición, que a día de hoy se mantiene inaprehensible y que a su paso deja tan sólo un leve rastro en forma de perfume se me antoja la más arrebatadora historia de amor. La búsqueda pertinaz del bosón contiene todos los ingredientes propios de las pasiones más arrebatadas y, en este punto, la certeza de que una vez capturado el bosón carecerá de una utilidad concreta traducible a términos monetarios no hace sino avivar hasta el infinito mi nanofascinación.

Devoro hoy por la mañana las crónicas periodísticas sobre el descubrimiento y entiendo al insaciable espectador de ‘culebrones’ que siempre quiere un poco más. El fervor con el que están escritas estas informaciones no oculta la perfecta ignorancia que las alienta, pero lejos de hacerlas menos interesante, este hecho las eleva hasta emparentarlas con los más exaltados poemas de los siglos XVIII y XIX. Leo que la pista del bosón de Higgs ha aparecido en el Gran Colisionador de Haddrones -qué sonoridad- y a falta de otros referentes a los que agarrarme, la imaginación me devuelve al Aleph de Borges.

Más allá del placer estético, lo único que me queda claro a estas horas es que el bosón de Higgs no es la partícula de dios, sino el primer eslabón del ateísmo. Su pasotismo rastafari conspira contra Ratzinger. Por recurrir a un ejemplo prosaico y sin salirnos de la prensa diaria, el bosón con el que se construye la masa de los objetos lo mismo sirve para dar forma al Hotel Lutetia de París, al Pera Palace de Estambul o al Gritti de Venecia que al masacrado nuevo María Cristina de San Sebastián. Será difícil encontrar otro arquitecto de interiores que exhiba semejante relativismo moral.

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