Buena parte de los españolitos de a pie amanecen hoy debatiéndose entre dos deseos: que Bruselas clausure por falta de fondos el Tribunal de Estrasburgo o que el Tribunal de Estrasburgo invalide las medidas de Bruselas por atentar contra la Declaración Universal de los Derechos Humanos. En cualquier caso, España es ahora mismo un país desprovisto de cualquier asomo de épica: ni roja, ni rota; tan sólo intervenida, en lo económico y también en lo judicial. Quien se sienta profundamente agraviado por cualquiera de estas dos circunstancias o incluso por las dos debería saber que en ambos casos los responsables no están “en lejanas montañas” -por recurrir a una popular estrofa del cancionero patrio- sino dentro de las propias fronteras. Tanto la intervención económica como la demolición de la doctrina Parot son la consecuencia directa de aquella España de “¿y quién te ha dicho a ti que quiero que conduzcas por mí?” con la que otra vez Aznar defendía su derecho inalienable a conducir borracho, bien su utilitario, bien el país entero.

Antes que un cántico festivo, el “yo soy español, español, español” debería ser interpretado como una llamada de socorro, el equivalente en tierra firme al SOS en alta mar. Admitir que uno es español significa reivindicar un lugar en los botes salvavidas, justo a continuación de las mujeres y los niños. En estos momentos, la soberanía española se reduce básicamente a la facultad que aún conserva Del Bosque para decidir qué jugadores disputarán el próximo partido de La Roja, el resto es puro Karanka. En cuanto a la doctrina Parot, ya es historia. Ya sabíamos desde los tiempos en los que Rajoy opositaba a estadista que el anterior Gobierno había traicionado a los muertos, ahora nos enteramos que el actual también traicionará a los vivos e incluso a los malheridos. Sólo queda esperar que la misma derecha tan ingeniosa que fue capaz de rebautizar a Zapatero como zETApé, admita ahora que en el consejo de ministros se sienta un tal DeEGINdos. O sea, de Gara, apostillará alguno.