La vida es un cuento relatado por un comentarista deportivo de Telecinco lleno de ruido y de furia. Hay días en los que ninguna conversación alcanza la categoría de una buena charla de ascensor, todas las canciones parecen extraídas de un musical de Nacho Cano con arreglos de José Luis Cobos y es como si cada casa llevara el sello de Calatrava. Oyes un ‘buenos días’ y por fortuna es la máquina de tabaco del bar, que te ha reconocido nada más entrar. Las páginas del periódico resultan tan indescifrables como un cuadro de Barceló y es como si los presentadores de los telediarios estuvieran leyendo en el telepronter alguna carta a los Corintios. Aquí estamos, celebrando la festividad de uno que pasó sucesivamente de soldado a clérigo y de ahí a santurrón, qué manera más absurda de desperdiciar una vida, en cierto modo, recuerda a Bin Laden. Por la calle sólo te cruzas con personas que en realidad podrían ser auténticas joyas del románico tardío e intuyes que la jornada te reserva tantas sorpresas como una tertulia política entre María Antonia Iglesias y Enric Sopena. A veces parece que cargas encima con el toldo playero que no pediste pero que te tocó en un sorteo en el que no participaste. No entiendes qué pasó en Denver, no sabes quién tiene la razón en Siria, la prima de riesgo duerme cada noche en tu cama, todo se antoja un artículo de Krugman y hasta te preguntas si alguna vez estuvimos tan en contacto con nuestra desbordante ignorancia. En cualquier caso, no hay dentrífico que enmascare el sabor metálico a cañón de pistola que deja en la boca una ronda de pintxos donostiarras. Los Juegos Olímpicos se parecen cada vez más a la Iglesia de la Cienciología y la audiencia vibra tanto y con tanta intensidad que se diría que cada espectador se ha convertido que en su propio consolador personal. Hay algo injusto en el hecho de que los atletas necesiten doparse, mientras los aficionados estén obligados a emocionarse a palo seco. Resulta difícil comprender para qué quieren los mercados unos bolsillos tan grandes si tienen las manos invisibles. De vez en cuando, conviene pregntarse si no te habrás caído inadvertidamente en el interior de un columna de Elvira Lindo o si no estarás atrapado en un recital de Víctor Manuel y Ana Belén y aún no lo sabes. Cada vez que haces cuentas compruebas que no se ajustan con el presupuesto que te hicieron, pero sabes que este artículo ya está acabado porque leído en voz alta suena a politono y quién te iba a llamar por teléfono a estas horas.