Como máximo representante institucional de España, ese crisol de culturas monoteístas, el rey reservaba hasta hace poco a la figura de la reina su prodigiosa capacidad para infringir humillaciones en público, pero últimamente su creatividad en este terreno se ha desbordado hacia objetivos más modestos. Ayer le tocó el turno a su chófer, con seguridad un ‘juancarlista’ convencido al que su majestad no tuvo más remedio que propinar un manotazo, amén de una bronca soberana, debido a su absoluta impericia a la hora de estacionar el vehículo en el punto exacto deseado por el soberano. La decadencia era esto: de salvar la democracia enfrentándote a los militares díscolos pasas sin saber muy bien cómo a discutir con el servicio doméstico. Dice la prensa especializada que se trata de una demostración de su genio, con lo cual, quedamos a la espera de que algún día exhiba idéntico carácter frente a, pongamos por ejemplo, un Rajoy o un Obama.
La proverbial campechanía del rey de España tenía la obsolescencia programada. Desprovisto de este rasgo, el hombre comienza a parecerse al señorito Iván de ‘Los Santos Inocentes’ o peor aún, a un simple Borbón de los que te encuentras a montones en el supermercado. 37 años después de acceder al trono de aquella manera, don Juan Carlos da muestras inequívocas de agotamiento a la hora de soportar a los monárquicosw, no digamos ya a los republicanos partidarios de la monarquía parlamentaria. Ser juancalista significa tener que decir a menudo ‘lo siento’. Dicho de otra forma, cuando el rey anda suelto sólo los facultivativos médicos están a salvo de su ira y tan sólo porque sabe que tarde o temprano requerirá de sus servicios.
Los maledicentes atribuirán esta mutación de carácter al injerto en la Familia Real de cuerpos extraños, como el gran Urdangarin o la propia princesa de Asturias, que ya desde su magnífica interpretación de Letizia Ortiz emanaba el inconfundibla aroma a edificio construido sobre un cementerio indio, tal era el mal rollo que desprendía. La otra opción es la que sostiene que todo perro acaba pareciéndose a su dueño y al rey lo nombró Franco, mira que es de pésimo gusto tener que recordarlo.