Lo que menos me gusta del Festival es ver películas que ni fu ni fa; que me preguntan cuál de entre las doscientas seleccionadas recomendaría y ni idea; que las entrevistas nunca empiezan a la hora concertada y que siempre hay alguien que se me adelanta en formular la pregunta perfecta; que cuando me dispongo a hacer otra, un propio irrumpe en la suite para avisar de que ya se ha acabado el tiempo; que se respira por todas partes una cierta tensión; que la gente se cree que agasajan a los acreditados mediante copas y canapés; que la acreditación se acaba convirtiendo en un yugo; que siempre olvido comprobar cuánto dura la película antes de que empiece; que por alguna razón siempre os llaman al móvil durante la peli; que las ruedas de prensa se dividen en preguntas interminables y respuestas escuetas, pudiendo utilizar únicamente estas últimas para elaborar la información; que me siento obligado a simular una cinefilia que estoy muy lejos de sentir; que debo levantarme de la butaca para que pase el espectador impuntual; que el Zinemaldia es una amante celosa e hiperabsorbente; que estaré rodeado de peligrosos mitómanos disfrazados de periodistas; que sólo me encuentro con conocidos que saben mucho más que yo de cine y cada uno de ellos, más que el anterior; y que el jurado jamás atiende a mis irrefutables argumentos.
Lo que más me gusta del Festival es que puedo sentarme delante de algunos de los artistas más atormentados por el devenir de los acontecimientos mundiales y, mirándoles a los ojos, preguntarles qué les parece la gastronomía local; que donde menos lo esperas salta la «gran tapada» , esa película de apariencia anodina que estalla sin avisar; que al terminar la proyección no tengo que esperar a que nadie se levante para irme porque me siento siempre junto al pasillo; que todos tenemos tanta prisa y tan poca energía que las discusiones rara vez superan los treinta segundos; que los argumentos a favor o en contra de una película tardan en disolverse lo que un azucarillo en el café; que las ruedas de prensa confirman hay directores que no han entendido su propia película, que los individuos más extravagantes salen de las entrevistas con los actores proclamando con júbilo «¡es supernormal!»; que me presentan a cantidad de gente interesante a la que olvido de inmediato; que en la puerta del Kursaal los fumadores nunca entablamos conversación; que sigo flipando con el trabajo de los intérpretes que practican la traducción simultánea; que me divierte mucho leer sinopsis de filmes que nunca veré; que si una película no me gusta puedo entregarme a la introspección y que si me gusta puedo olvidarme de mí mismo; y que a diferencia de la mayoría de las cosas que ocurren en el mundo aquí el responsable de todo está perfectamente identificado y es Rebordinos.