Hemos llegado a un punto en el que si entras en una sala y están proyectando una película sonora y en color lo más probable es que te hayas metido en alguna retrospectiva; si el filme está rodado en blanco y negro será alguna película rabiosamente contemporánea y si ya encima resulta que también es muda, celébralo como se merece, estás inmerso en el postmodernismo; si por la calle agasajas a una estrella y no te devuelve de inmediato el saludo es que no es una estrella porque todas son personas muy normales -a veces se diría que las únicas normales que quedan en la ciudad-; y si los espectadores convocan a rodear el María Cristina, sede en la que reside la sobería popular por boca del jurado oficial, significa que sus miembros «no nos representan»; si el público aplaude antes de que termine la proyección es porque en el fondo gusta mucho que al final ganen los buenos -hay países del Tercer Mundo en el que los espectadores incluso avisan a gritos al protagonista cuando el malo va a atacarle a traición-; si alguien entra en la sala quince minutos después de haber empezado la proyección significa que hay acreditados que se pasan el festival alojados en los baños del Kursaal en régimen de pensión completa; y si abres la taquilla y te cae encima una cascada de pressbooks, convocatorias y CD»s tómatelo como un ensayo del inminente puerta a puerta.
Empecé sabiendo nada de cine, pero mediante el esfuerzo sostenido en el tiempo he logrado ser cada vez más ignorante. He pulido tanto mi desorientación que hace tiempo que renuncié a entender algo. El truco radica en no dedicar un sólo segundo de atención a los detalles que otros encuentran cruciales. Para no perderme en el maremágnum de opiniones cruzadas, me forjo la mía propia a través de tres cuestiones de lo más epidérmicas: 1) cuántas veces miro el reloj durante la proyeccción; 2) preguntarme al salir si estaría dispuesto a volver a ver la película y 3) asumir que por malo que sea algo en este mundo siempre habrá al menos una docena de personas dispuestas a defenderlo hasta la muerte. Y al revés: no hay creación tan sublime que no sea denostada por alguien. Armado de prejuicios elementales y primarios, he llegado a disentir de casi todas las opiniones que hasta el momento ha formulado la crítica especializada, lo cual me lleva a albergar la esperanza de que, si se cumple la tradición, coincidiré de lleno con el veredicto del jurado. Aguardo el palmarés como si fuera un sacramento, la confirmación de un olfato infalible. Me pueden hablar durante horas de «Blancanieves», no digamos ya de «El artista y la modelo», pero para mí la magia del cine consiste en que alguien se vaya hoy a la huelga por las razones implícitas en la película de Richard Gere. Vale, nadie lo hará, pero precisamente por eso estamos hablando de magia.